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Obispos ausentes: pastores de plomo y flautas de prepotencia


En un tiempo en que la Iglesia clama por cercanía y testimonio, resulta paradójico que algunos obispos parezcan olvidar a quienes sostienen el día a día de la fe en sus diócesis: sus propios sacerdotes. No solo no los visitan, sino que ni siquiera se dignan a hacer una llamada para preguntarles cómo están. Se sienten abandonados, relegados a la soledad de sus parroquias mientras sus superiores, ajenos a sus luchas y desvelos, permanecen en sus cómodos despachos episcopales, preocupados más por su agenda que por su rebaño.

La imagen de un obispo recorriendo su diócesis, conociendo el terreno, compartiendo con su clero y sus fieles, debería ser la norma. Pero en su lugar, algunos prefieren ejercer su ministerio desde la frialdad del poder, convirtiéndose en pastores de ovejas animales, no de personas. Allí, sentados en lo alto del peñasco, tocan la flauta de la prepotencia mientras a sus pies, en las parroquias, sus sacerdotes se sienten huérfanos.

Como si se tratase de un juego infantil, cambian a los sacerdotes de parroquia sin mayor miramiento, como un general que mueve sus soldaditos de plomo en una estrategia que solo él comprende. Sin explicaciones, sin diálogos, sin preocuparse por las realidades personales de cada sacerdote o comunidad. No hay empatía, solo burocracia e imposiciones. Y esta frialdad se acentúa especialmente en los obispos provenientes de órdenes religiosas, muchos de los cuales, sin experiencia en la vida diocesana, gobiernan con una rigidez que delata su falta de conocimiento sobre lo que significa ser sacerdote en una diócesis.

La desconexión con la realidad se hace evidente también en otros ámbitos. No es raro encontrar librerías religiosas que, más que espacios de formación y cultura teológica, parecen bazares de estampitas y objetos decorativos. Libros de profundidad teológica, escasos o inexistentes; en su lugar, devocionarios de piedad superficial. Y si alguien pensaba que esto era una anomalía, que recuerde que hubo obispos que, en su afán de imponer su visión, no dudaron en bajar a la arena solo para cerrar estos espacios, librerías diocesanas incluidas, dejando un desierto cultural tras de sí.

Pero el mayor ejemplo de esta insensibilidad lo han vivido algunos sacerdotes mayores, testigos de una vida de servicio y entrega, cuando ven sus residencias cerradas con la frialdad de quien clausura un negocio improductivo. ¿Qué les importa a estos obispos el bienestar de aquellos que han dado todo por la Iglesia? Nada, porque su prioridad es otra: trepar. Así, con el ímpetu de quien solo busca la siguiente mitra, algunos obispos han devastado comunidades y estructuras pastorales antes de marcharse, dejando tras de sí una diócesis herida.

Frente a esta realidad desalentadora, todavía hay ejemplos de obispos que comprenden su ministerio como un servicio, no como un trono de poder. Uno de ellos es Fernando García Cadiñanos, obispo de Mondoñedo-Ferrol. Cercano a su clero, comprometido con su diócesis, ha entendido que un obispo es, ante todo, un pastor que camina con su pueblo, no alguien que lo dirige desde la distancia. Su testimonio de humildad y entrega lo convierten en un faro de esperanza en medio de tanta indiferencia. Cadiñanos no solo escucha, sino que actúa; no solo observa, sino que se involucra. Su labor es la de un verdadero pastor que huele a oveja, que comparte con su gente y que se preocupa genuinamente por el bienestar de su diócesis. Su cercanía y humanidad lo distinguen, recordando a todos que la esencia del ministerio episcopal no es el poder, sino el servicio. Ojalá su ejemplo no sea la excepción, sino el camino a seguir para una Iglesia que, más que jerarquía, necesita humanidad.

Fernando García Cadiñanos, obispo de Mondoñedo-Ferrol, ha demostrado un profundo compromiso con los más desfavorecidos. Su labor como delegado de Cáritas en Burgos reflejó su dedicación a la atención de quienes más lo necesitan. Siempre ha defendido que los pobres deben estar en el centro de la misión de la Iglesia, siguiendo el ejemplo de Jesús, quien vivió entre los excluidos y marginados.

Para él, la pobreza no solo se manifiesta en la falta de recursos materiales, sino también en la exclusión social y la pérdida de sentido en la vida. Considera que la cercanía a los pobres humaniza y fortalece la fraternidad, ayudando a la comunidad cristiana a ser más sensible y solidaria.

Además, destaca que la migración no es el problema principal, sino la pobreza que la provoca. Insiste en la importancia de abordar las causas estructurales de la desigualdad. Su visión coincide con la del Papa Francisco, promoviendo una Iglesia cercana a los pobres y comprometida con la justicia social.

 

 

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