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Francisco, el Pastor de los Humildes




Cuando el viento gélido soplaba fuerte,
cuando la Iglesia sentía el peso del ayer,
un hombre de voz serena y paso firme
se alzó entre los muros para volver a creer.

No llegó con coronas ni cetros dorados,
ni con discursos de fría ambición.
Llegó con el alma desnuda y sincera,
con los ojos en el pobre, con el corazón.

Llamaron loco su clamor de justicia,
su empeño en tender la mano al caído,
su insistencia en mirar a los ojos
a quien la sociedad ha dejado en el olvido.

Con sus gestos nos recordó el Evangelio,
no el de los tronos ni el del poder,
sino el de aquel Cristo que abraza al leproso
y en el último encuentra su amanecer.

Fue al encuentro del que sufre en la calle,
sin temer al barro ni al dolor,
lavó los pies con la misma ternura
con la que el buen pastor abraza al menor.

En la cárcel, alzó su plegaria,
entre enfermos, sembró dignidad,
tocó las llagas del mundo en heridas
que muchos miraban con frialdad.

Pero cuervos de sombras lo acecharon,
susurraron su muerte en oscuros rezos,
pues temen los que amasan fortunas
al hombre que siembra amor en los huesos.

No le tembló la voz ante los lobos,
ni la amenaza borró su misión.
Francisco es fuego que aviva la llama
cuando el templo se llena de desolación.

Habló por la Tierra que gime y se ahoga,
por los hijos del hambre y del mar,
por los ancianos sin techo ni abrigo,
por cada vida que aprende a llorar.

Alzó su mano contra la injusticia,
denunció a quien olvida al menor,
y pidió a la Iglesia volver a su esencia,
ser casa, refugio, ser puro amor.

Mas un día, su paso se hará silencio,
y el mundo quedará en su propia decisión:
si olvidar su camino entre los pobres
o alzar la antorcha de su bendición.

¿Quién tomará su báculo de esperanza?
¿Quién lavará los pies del que sufre en la acera?
Porque cuando Francisco ya no esté,
el mundo aún necesitará quien lo quiera.

Que no falten manos que curen heridas,
ni voces que canten justicia y verdad.
Que cuando él parta, no muera el mensaje,
que su siembra florezca en la humanidad.

No basta llorar su ausencia futura,
ni vestir de luto su herencia de fe.
Necesitamos Francisco en cada siglo,
necesitamos que el amor vuelva a renacer.

Que cuando falte, surjan mil hombres
que no teman dar la vida por el bien,
que la Iglesia no olvide su esencia primera,
que Cristo en el pobre se deja ver.

Si su voz un día calla en la tierra,
que su eco jamás se apague en el sol.
Que su nombre no sea solo un recuerdo,
sino un camino de amor y perdón.

 

 

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