Miguel Tellado, portavoz parlamentario, plantea el uso de las Fuerzas Armadas para evitar la llegada de inmigrantes ilegales.
«Pedimos al Gobierno de España que haga su trabajo y que
frene de una vez esa llegada masiva de inmigrantes a nuestras fronteras de
manera ilegal y a través de mafias que están poniendo en peligro la vida de
esas personas»
Así, ha afirmado que puede disponer de las Fuerzas Armadas
para defender las fronteras y «desplegar una serie de embarcaciones» que
impidan la salida de cayucos de los países de origen y que lleguen a las costas
españolas.
Comprender la realidad social y económica es esencial
para poder entender las migraciones: Hay países de donde provienen muchos
migrantes, como por ejemplo África, que tiene muchos recursos naturales y esos recursos son explotados por los países ricos. Las
preguntas son obvias: ¿Hacen eso muchos países y multinacionales que extraen
los recursos de estos países empobrecidos para aumentar el bienestar de los
países consumistas? ¿Son, en alguna manera, estos países de donde tienen que
emigrar tantas personas, los financiadores del bienestar del llamado Norte
rico? ¿Deberíamos tener los cristianos, o la sociedad española en general, un
sentimiento solidario ante los migrantes? Las respuestas a estas preguntas nos
podrían situar mejor ante todas las posibles incidencias en torno a la
inmigración en España y en el mundo.
¿Qué ciudadanía tienen los ilegales? ¿Están marginados de
la ciudadanía? ¿Se puede hablar en los países de acogida de los inmigrantes
como nuevos ciudadanos o están excluidos de ciudadanía por su condición
jurídica internacional? El artículo 2 de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos, tiene una segunda parte que, sin duda, es importante. Es la
referida a la no distinción que debe haber entre personas “fundada en
la condición política, jurídica o internacional del país o territorio de cuya
jurisdicción dependa una persona”. Los cristianos, aunque
afirmamos que “nuestra ciudadanía está en los cielos”, siendo
ciudadanos de dos mundos, también nos debemos de preocupar de aquellos a los
que no se les reconoce ciudadanía, a los que se les llama ilegales, rechazados
por su condición política o jurídica, sin derechos. En la Biblia, a los
creyentes, se nos llama y se nos trata como a extranjeros y peregrinos en medio
de este mundo. Desde esta condición, los cristianos deberíamos ser los más preparados para
entender a todos los rechazados, los no acogidos, los ignorados por situaciones
o condiciones jurídicas, políticas o internacionales. Una vez más, la
Biblia y los Derechos Humanos se ponen en línea de defensa de los rechazados y
proscritos por su condición política o jurídica. No estaría mal que los
cristianos tuvieran la Biblia en una mano y la Declaración Universal de los
Derechos Humanos en la otra.
La pasividad que nos hace mirar hacia otro lado cuando
contemplamos al prójimo, mutila nuestra espiritualidad cristiana y nos
convierte en seguidores de vanos rituales. Tenemos que replantearnos el
concepto de cristianismo. Los Derechos Humanos no dependen de la
condición política de la persona, ni han sido otorgados, como a veces tendemos
a pensar, por ningún poder político ni por ningún régimen jurídico especial.
Si los creyentes tuvieran esto en cuenta, nuestra relación
con el prójimo sufriente, sea por causas políticas, jurídicas, económicas o
sociales, sería diferente. Entenderíamos mejor el concepto de projimidad y por
qué el amor a Dios es semejante al amor al hombre. Si no tenemos claro
estos conceptos, los cristianos podemos caer en el error de dejar al ámbito de
la política, o al de las diferentes áreas de gestión política concreta, la
defensa de los Derechos Humanos. Es un error. Los más humanos de los derechos
están en la Biblia. Jesús fue profundamente humano. Se situó ante los hombres
con más humanidad aún que la Declaración que estamos comentando. Los
cristianos nos deshumanizamos y, por tanto, nos descristianizamos, cuando
abandonamos nuestros deberes humanitarios y de amor para con el prójimo.
Cuando los cristianos hacemos dejación de nuestros deberes para con el prójimo,
aunque pensemos que no estamos haciendo nada contra él, estamos cayendo en el
pecado de omisión de la ayuda cuando nos comportamos así. Humanamente hablando,
nos hacemos cómplices de la injusticia.
Para los cristianos, los recién llegados de otros lugares
del mundo cruzando fronteras y mares, son para nosotros nuevos ciudadanos, más aún,
nuestros hermanos con los que nos regocijamos en la alegría del encuentro. La
Declaración Universal de los Derechos Humanos sigue diciendo que “no se
hará distinción alguna fundada en la condición política, jurídica o
internacional del país o territorio de cuya jurisdicción dependa una persona”.
Y la Biblia nos recuerda que acojamos a los proscritos por el mundo,
porque “nuestra ciudadanía está en los cielos”. Desde esa
ciudadanía no podemos faltar a nuestros deberes de projimidad. Si no, nuestra
ciudadanía es falsa. Somos ciudadanos que dependen de los valores mundanos, del
egoísmo, de un malentendido prestigio y del dinero.
Así pues, Un dios que abandona a las viudas, huérfanos
y extranjeros no es Dios; no es digno de ese nombre, ni salva a los hombres. La
dignidad y salvación de viudas-huérfanos-extranjeros es para el AT el signo
supremo de la existencia de Dios.
Legalmente, en aquel mundo, nada pasaba si moría la viuda,
si al huérfano se le vende o si al extranjero se la mata (por peligroso). Pues
bien, es aquí donde se eleva Dios, la Ley más alta, que es garante del valor
del ser humano como humano, aunque no tenga ni padre, ni marido ni protección
civil. Aquí acaba un tipo de ley, aquí empieza la humanidad.
A muchos se les llena hoy la boca de orgullo al hablar de
los derechos legales, y es muy bueno que esos derechos se extiendan y cumplan
con justicia. Pero hay algo que en general ignoramos: Más allá del derecho está
la humanidad, está el Dios de la humanidad, que es el Dios de los ilegales, de
los sin-papeles, de aquellos a quienes ningún de este mundo avala.
La razón teológica es la misma. Yahvé ha empezado siendo
un Dios de esclavos; logicamente se ocupa de los nuevos esclavos u oprimidos
que son, en especial, los huérfanos, viudas, forasteros. Por eso,
frente al afán de pura producción, que se expresa en actitudes de codicia
(tenerlo todo, aprovecharse de ello), el texto apela al derecho de quellos que
no cuentan con nada. Poderosa es la voz del pobre (´ani, ´ebyon), que clama a
Yahvé desde su angustia (cf 24, 14-15); por eso hay que darle los frutos de la
mies/olivo/viña que son expresión de la totalidad de la cosecha. De pan, vino y
aceite vive el ser humano; por eso es necesario compartirlo con los pobres,
expresando la generosidad de Dios en ellos.
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