Victorino Pérez Prieto, ¿Un panteísta acogido por la Universidad Jesuita de Guadalajara, Méjico?
En el mundo global al que vamos a velocidad de vértigo ya no vale aquello: «Es que no sabemos, no conocemos…».
Victorino Pérez Prieto, un teólogo que se las da de
«profeta» de la paz mundial dialogando entre todas las religiones buscando un
mundo feliz y paradisíaco similar al jardín del Edén antes de tomar el fruto
del árbol prohibido por Dios a nuestros primeros padres. Según, este vendedor de humo, Victorino Pérez Prieto, el panteísmo que
destilan sus libros son la antesala de la corte celestial colocada por él aquí
en la tierra, mejor que en el cielo.
¿Cómo puede Dios querer religiones que niegan la divinidad y
la resurrección de Cristo? ¿Cómo se compatibiliza eso con la lógica? ¿Puede
Dios querer que los hombres afirmen creencias opuestas sobre Jesucristo, sobre
Dios o sobre cosa alguna?
¿Cómo puede Dios desde la creación haber querido que los hombres caigan en el pecado, en la falsa adoración de dioses, sean víctimas de errores y supersticiones de toda clase, que se adhieran a religiones sutilmente ateas o panteístas, como el budismo, o a las religiones condenadas por el Antiguo Testamento y atribuidas a demonios y al culto demoníaco?
Así, pues, el panenteísmo (del griego pan-en teísmo) (todo está en Dios) se contrapone a la Biblia porque niega la naturaleza trascendente de Dios. Al afirmar que Dios cambia, ya que se identifica la creación con materia creada y transformada de la propia esencia de Dios, no admite que pueda existir un milagro por parte del mismo Dios, negando asimismo la encarnación de Cristo.
Algunos místicos sufíes fueron martirizados por identificarse con Dios; y católicos tan ortodoxos como santa Teresa y san Juan de la Cruz plasmaron esta identificación como un matrimonio espiritual (y recordemos que el matrimonio significa que “serán dos en una sola carne” (Gen 2, 24). Podríamos interpretar la multiplicidad del universo y de las personas como pequeños conjuntos dentro del gran conjunto; somos seres individuales, pero pertenecemos al gran conjunto de Dios. Actuamos nosotros, pero estamos actuando con la vida que nos da pertenecer al conjunto de Dios. La membrana que nos separa a unos de otros es el tiempo y el espacio; y cuando acabe el tiempo y el espacio nos identificaremos plenamente con el Uno.
Ante tanta especulación humana, la Escritura dice en el AT: Por
la palabra de Dios fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el
aliento de su boca. (…) Porque él dijo, y fue hecho; El mandó, y existió (Sal 33: 6, 9). Y en el NT: Por la fe
entendemos haber sido constituido el universo por la palabra de Dios, de modo
que lo que se ve fue hecho de lo que no se veía. (Heb 11:3).
Los creyentes
asumimos lo que afirma la Escritura, que Dios hizo todo lo que se ve, a partir
de lo que no se veía. Desde luego, es un acto de fe creer que Dios existe y
creó el universo.
Pero este acto de fe puede condicionar toda nuestra
existencia. Si Dios creó el cosmos, este mundo le pertenece y él sigue estando
en el control de todo. Esto significa que debemos tratar la naturaleza con
respeto. Cada criatura sigue estando en las manos de Dios.
No somos producto del azar ciego sino que nuestra vida fue diseñada inteligentemente con un propósito y, por tanto, cada existencia tiene un profundo sentido. Esto, qué duda cabe, condiciona de forma absoluta nuestra actitud ante el mundo así como nuestro comportamiento moral y espiritual.
Las relaciones con el mundo sensible o material son el
primer paso en el ejercicio de negación. Para los paganos el mundo era una
divinidad, en cambio Agustín estudia la naturaleza de la creatura para concluir
que en ella no se da ninguno de los principios de los cuales pretende atribuir
a Dios, como se dice en el siguiente pasaje: “Ciertamente, no amas sino lo
bueno: buena es la tierra por la altura de los montes y la dulzura de los
collados y la llanura de los campos, y bueno el terreno ameno y fértil, y buena
es la casa dispuesta con simetría y proporción,(…) y bueno el hombre justo, y
buenas las riquezas que facilitan medios, y bueno el cielo con su sol y su luna
y sus estrellas, y buenos los ángeles por la santa obediencia, y bueno el
discurso que enseña con suavidad, y apropiadamente conmueve al que lo escucha,
y bueno el poema cantado con ritmos y majestuoso en sus sentencias. ¿Para qué mencionar más y más cosas? Bueno
es esto y bueno aquello. Deja de lado esto y aquello y mira al Bien mismo”
Agustín concluye que, aunque todos los objetos mencionados anteriormente cumplen con poseer un grado menor o mayor con el carácter del bien, en ninguno de ellos se puede atribuir una subsistencia del atributo del bien, puesto que en todas las cosas enumeradas ninguna posee el bien como principio que se requiere en la búsqueda. Entonces se le niega el carácter divino de las creaturas sensibles y materiales.
En los tiempos que corren cualquiera es un teólogo. Un montón de personajillos salidos de las madrigueras de la ignorancia se etiquetan ellos solos como teólogos. Algunos publican unos ladrillos que son indigestos. Otros pasan la gorra entrando en los estudios de radio o televisión pontificando sobre la última cuestión fronteriza que esté entre la razón y la fe.
El número de teólogos
ha crecido en función de cómo se ha podido escribir o decir las mayores
tonterías en el menor tiempo posible, lo que ha supuesto que los teólogos
crezcan y mucho por metro cuadrado.
Benedicto XVI delineó la figura del verdadero teólogo, que no cae en la tentación de medir con el metro de su inteligencia el misterio de Dios, y afirmó que en los últimos doscientos años, por lo que respecta al estudio de la Sagrada Escritura, “hay especialistas y (…) maestros de la fe que han penetrado en los detalles (…) de la historia de la salvación. Pero no han podido ver el misterio en sí mismo, el núcleo central; que Cristo era realmente el Hijo de Dios”.
Después de la resurrección el Señor toca el corazón de Saulo en el camino
de Damasco, de Saulo que es uno de los doctos que no ven. Se vuelve ciego y al mismo tiempo vidente. El gran sabio pasa a ser
pequeño y ve la sabiduría de Dios más grande que todas las sabidurías humanas.
Con estos criterios muchos teólogos deben colgar la pluma y hasta la cabeza, ya que solamente les sirve para peinársela. Y atenerse a estos criterios que están sacados desde la hondura de una experiencia personal de intimidad con Dios en la oración, en la lectura y en la contemplación de los misterios de nuestra fe.
Alguien dejó escrito que el teólogo que escribe sentado lo que se le ocurre y no lo ha pasado antes por la experiencia de estar arrodillado ante el Jesús en la Eucaristía, su doctrina está hueca y le falta el magnetismo de la mística cristiana.
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