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¿Día 8 de marzo, igualdad o igualitarismo?

En sus orígenes, hace poco más de un siglo, se buscó siempre una actitud de reivindicación de los derechos de la mujer para el sufragio y para acceder al mundo laboral. No es extraño que con el paso de los años haya tomado un tinte de feminismo agresivo en muchos lugares, o también un tono de consigna a favor del “igualitarismo” entre los sexos. Así por ejemplo, la ONU ha querido que el 8 de marzo de 2016 tuviera como lema: “Por un Planeta 50-50 en 2030: Demos el paso para la igualdad de géneroEso sencillamente no es cristiano y no pertenece a la que creemos sobre la hermosa distinción entre hombre y mujer, según la cual nos complementamos precisamente porque NO somos iguales.

La ex comunista y feminista radical María Antonietta Macciocchi, en su «apasionante viaje en búsqueda de la Verdad» sobre la dignidad de la mujer, que no logró encontrar en las ideologías imperantes del siglo XX, leyó con avidez la carta Mulieris Dignitatem, firmada por Juan Pablo II en 1988, «que supuso el descubrimiento del pensamiento sobre la mujer más revolucionario y de mayor profundidad de todos los que había conocido en su periplo intelectual». Una lectura que le llevó a escribir el libro Las mujeres según Wojtyla, afirmando en él: “de improviso, adquieren sentido las tradiciones, se reconquistan los valores culturales y religiosos, luces como la idea de «lo divino que hay en las mujeres». La historia femenina humana es una página blanca, que está toda por escribir. No hay que llorar por una época de oro del socialismo igualitario hombre-mujer, que no ha sido más que engaño y mentira degradante. La historia vuelve a comenzar y otros valores se perfilan vivos ante nosotros en el tercer milenio”

A partir de la mitad del siglo XX, se había verificado «una explosión de la cultura feminista», ya que no obstante la conquista del voto femenino en 1945 y otros importantes logros como «la instrucción, el acceso a las profesiones, la igualdad de oportunidades y el ingreso al mundo del trabajo, tardaron en hacerse verdaderamente una posibilidad real para las mujeres.

El Concilio Vaticano II en su mensaje final había afirmado: “Ha llegado la hora en que la vocación de la mujer llega a su plenitud, la hora en que la mujer ha adquirido en el mundo una influencia, un peso, un poder jamás alcanzado hasta ahora. Por eso, en este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a la humanidad a no degenerar”

En la revelación bíblica, y en la tradición eclesial que se funda en ella, la dignidad de la persona humana radica en haber sido creada a imagen y semejanza de Dios (Gén. 1,27); sobre este concepto se basa lo que la Iglesia afirma en el presente, acerca del papel de la mujer en la sociedad. Esta noción del Adam, del ser humano como imagen y semejanza de Dios, es expresada muchas veces de un modo –digamos- genérico, sin referencia a la bipolaridad originaria. ¿Cómo ha de entenderse entonces la distinción varón-mujer? Ateniéndonos al dato bíblico, habría que decir que esa condición de la criatura humana, en la que consiste su excelencia sobre toda la creación, de ser imagen y semejanza del Creador, reside precisamente en la dualidad varón-mujer.

La creación de Eva también describe su igualdad con el hombre. Como Dios planeó la creación del hombre, también planeó la creación de la mujer. Hizo ambas cosas personalmente. Aunque Dios usó una parte del cuerpo del hombre, este no participó en la creación de la mujer. Adán durmió mientras Dios creaba. Por lo tanto, los dos fueron creados por un acto exclusivamente de Dios. Adán, al recibir a Eva, reconoció su igualdad de constitución y su igualdad de ser.

La escritora cristiana Elena G. de White declaró: “Cuando los maridos exigen de sus esposas una sumisión completa, declarando que las mujeres no tienen voz ni voluntad en la familia, sino que deben permanecer sujetas en absoluto, colocan a sus esposas en una condición contraria a la que les asigna la Escritura. Al interpretar ésta así, atropellan el propósito de la institución matrimonial. Recurren a esta interpretación simplemente para poder gobernar arbitrariamente, cosa que no es su prerrogativa. Y más adelante leemos: “Maridos, amad a vuestras mujeres, y no seáis desapacibles con ellas.” ¿Por qué habría de ser un marido desapacible con su esposa? Si descubre que ella yerra y está llena de defectos, un espíritu de amargura no remediará el mal. ” (El Hogar Cristiano, p.101 ).

El dato fundamental de la antropología cristiana destaca, al mismo tiempo, la igualdad en dignidad y derechos cuanto la diferencia; esta no es sólo biológica, visible en lo morfológico, sino también psicológica.

Sin embargo, en el Documento de Pekín se muestra todavía la promoción de la mujer expuesta en términos de lucha contra el varón; incluso se ha inventado un neologismo difícil de traducir: empowerment, que los españoles ha traducido empoderamiento. La mujer ahora busca apoderarse de espacios, de igualdad de oportunidades, de la primacía en la sociedad, de los lugares que habría usurpado el varón. Esta noción de empowerment arruina la temática de legítima promoción, porque la entiende en términos de conquista, de beligerancia y lucha; se constituye en una especie de bandera, de una «liberación» de la mujer, que acaba despojándola de su identidad femenina.

Esta situación tiene su origen más cercano en el siglo XIX; los movimientos que preconizan una figura igualitaria de la mujer, en el fondo la están masculinizando.

Lo patético del movimiento feminista extremo consiste en eso, en que presenta una imagen masculinizada de la mujer; esta orientación se acerca a lo que se propone hoy día bajo la perspectiva de género. Algunos temas, que en la actualidad ya están resueltos, en aquel tiempo resultaban escandalosos. Por ejemplo: en un tiempo fue un arquetipo de liberación la lucha por el sufragio femenino, a la participación de la mujer en ciertas actividades en las cuales hoy día es una protagonista privilegiada respecto del varón. Como antecedente de una forma de feminismo que se puede calificar como extremo, se encuentra el existencialismo ateo representado por Simone de Beauvoir (1908), que con su famoso libro «El segundo sexo» pretende hacer una decisiva apología de la mujer. El conjunto de su obra produce una inmensa tristeza. Llega a decir que «mujer se hace, y no se nace», y la considera un producto cultural «intermedio entre el macho y el castrado». Es ese un feminismo frío, en el que ha desaparecido la comunión con la otra parte, el varón. El ejemplo personal de Beauvoir, su relación con Jean-Paul Sartre, sobre todo los últimos años, hiela la sangre; la lleva a negar incluso la diferencia biológica de los sexos. Esta visión extremista del feminismo organizado como un movimiento, permite reconocer las fuerzas mayoritarias que se han empeñado en la preparación de la ya citada Conferencia de Pekín.

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