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Sin papeles y sin trabajo.

En aquel tiempo vivía en Nazaret de Galilea un hombre llamado José. José era carpintero, acababa de casarse con una joven llamada María.

Pero sucedió que en aquellos días apareció un escrito de César Augusto ordenando el empadronamiento de todos los habitantes. Y todos fueron a hacerlo, cada cual a su ciudad.

José fue convocado en la comisaría de policía de Nazaret y llevado ante el inspector.

Entonces, éste le dijo: «José, ¿es verdad que no eres de aquí y que tu familia viene de Belén, en Judea?». «Es verdad», respondió José.

Entonces el inspector dijo a José: «Tienes que irte a Belén para arreglar tus papeles. Sin ellos no puedes residir y trabajar con nosotros como lo habéis hecho hasta ahora».

Dijo José: «Mi joven esposa está embarazada, y su término está cerca. ¿No me podéis conceder una prórroga hasta que nazca el niño? Después nos iremos a Belén como me pides».

Pero el inspector respondió: «No quiero saber nada, y la ley es la ley. Si no te pones en camino inmediatamente, haré que te conduzcan mis hombres a la frontera, y nunca podrás volver aquí».

Así, pues, como José y María la mayoría de la población migrante, son personas que llegan en avión y que confían en quedarse en España una vez pasado su visado de turistas para, tras años de buscarse la vida, lograr la residencia legal. Huyen de la pobreza, pero también de la violencia, la persecución, las graves violaciones de derechos humanos… Y no solo cuando son personas adultas, sino que están en peligro desde que nacen, especialmente en lugares como Honduras, donde la violencia hacia la infancia es peor que en países donde existen conflictos armados.

Nosotros (cristianos establecidos y ricos, con casa firme hace siglos) no podemos mantener y recrear el evangelio a no ser que nos dejemos convertir y transformar por los emigrantes pobres.

La primera ley del pueblo judío, el Decálogo, define a Dios como protector de emigrantes (cf. Ex 20, 2; Dt 5, 6), y al creyente como aquel que lo reconoce respondiendo: «Mi padre era un arameo errante, pero tú, Dios, nos ayudaste…» (cf. Dt 26, 5-10). La emigración no es cosa de otros, sino que define nuestra identidad, como hijos de Jacob, herederos de aquellos hebreos que salieron de Egipto, caminando hacia una tierra que les acogiera, para vivir pacificados en ella.

La sociedad bíblica y Estado (Israel) nació así de un pacto de emigrantes, que se comprometieron a vivir en libertad y justicia, a diferencia de los grandes estados del entorno (Egipto, Babilonia) que apelaban a las armas. Por eso, las leyes fundamentales de Israel exigían que el pueblo de Dios reciba con justicia a emigrantes y extranjeros, con huérfanos (niños sin familia) y viudas (mujeres sin garantías de vida personal y social). Así lo exigía el Pacto de Siquem, primera y más santa de las leyes de Israel: «¡Maldito quien defraude en su derecho al extranjero, al huérfano y la viuda! ¡Amén, así sea!» (Dt 27, 19; cf. Ex 20, 20-2; Dt 16, 11-12).

Sobre todo el inmigrante es alguien que está en los planes de Dios. La Biblia es un libro de inmigración. Muchos hombres y mujeres, personajes importantes en la historia bíblica, son extranjeros, venidos de provincias apartadas, que como dice Hebreos 11 “fueron llamados a salir de sus tierras, a dejar sus parientes, a habitar en tiendas, a ser extranjeros, anduvieron de acá para allá, faltos de vestido, de alimentos, pobres...” En los evangelios leemos: “Venid benditos de mi Padre, porque fui forastero y me acogisteis”

Las dificultades económicas y laborales son las principales razones para emigrar, pero continúan al llegar a España. La probabilidad de riesgo de pobreza para un hogar de características medias con menores a cargo y con nacionalidad española es del 14%; si este mismo hogar es extracomunitario, sube al 48%.

El inmigrante no es una novela de Dumas, es una realidad latente a escala mundial. El emigrante es un ser humano que ha de dejar a su esposa o esposo, sus padres, sus hijos, sus hermanos, su tierra y sus costumbres, para enfrentarse a los conflictos y peligros en la soledad y la nostalgia. Vienen con la ilusión de encontrar los paraísos perdidos, con un trabajo más remunerado y menos agotador, pero las malas rachas, los trabajos más ingratos y tardíos.

Los españoles tenemos una deuda con los inmigrantes latinos. Es una deuda histórica en términos de economía, pero también de justicia puesto que la opulenta Europa lo es a costa de haber empobrecido los lugares de los inmigrantes. Los recursos naturales en estos países han sido esquilmados, cuando no sustraídos. La gran deuda pendiente y que debe repararse, es acogiendo y reconociendo los derechos de cuantos deciden venir a cualquier parte de Europa. Con esto los evangélicos nos beneficiamos también, en cuanto nuestras iglesias, mermadas en este siglo de secularismo y materialismo, sienten el calor de hermanos que se unen y edifican la iglesia.

Ya no pueden haber muros de prejuicios racistas o de mentalidad tribal. Nuestro siglo será el siglo de la inmigración. Las naciones pobres no pueden quedar así toda la vida y mientras exista un creyente tenemos que estar al lado del extranjero, de la viuda y del huérfano como un trabajo que realizar para Dios.

Vivimos en una sociedad desalmada, donde los grupos dominantes se protegen expulsando o rechazando, negando un espacio de vida, a los extranjeros, sin advertir que rechazan a los hijos de Dios, y se destruyen a sí mismos, pues el mismo Estado ha de estar al servicio de los necesitados. El Dios de Israel (de Jesús) vive y alienta ante todo en los emigrantes, hambrientos y extranjeros, y en defensa de ellos puede y debe nacer un Estado en el que reina la justicia. Por eso, acoger no es una obra de pura caridad intimista (mal entendida), sino de estricta justicia, como dice Jesús (Mt 26, 37).

Podríamos preguntarnos: ¿Qué estamos haciendo los creyentes en pro del inmigrante? ¿Solo acción de caridad? Las iglesias pasivas dedicadas al servicio cultual seguirán siendo favorables al sistema dominante y al dios de este siglo, el Baal de nuestro tiempo. Nos seguirá dando lujos y comodidad, pero si no cambiamos de mentalidad, estaremos ajemos a la realidad histórica que nos toca vivir.

José Carlos Enríquez Díaz

 

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