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Conversión y justicia social

Los profetas de Israel frecuentemente llamaban a la conversión, a cambiar de vida, y ponían el énfasis en aquellos aspectos de la sociedad que no eran bien vistos por Dios porque impedían la justicia y causaban sufrimiento, especialmente a los más vulnerables de su sociedad. Por lo general, el mensaje profético iba dirigido a todo el pueblo; y en algunos casos, se dirigía a los gobernantes con posibilidad de cambiar la situación de ese pueblo, y a aquellos que con sus acciones, movidos por la codicia y el afán de poder, oprimían a su gente. Los profetas denunciaban las injusticias y los atropellos, buscando sobre todo la conversión de la sociedad en su conjunto. La esencia de su mensaje se orientaba a que la sociedad de Israel se organizara y funcionara de acuerdo a la ley y al corazón de Dios, que se estremecía ante la injusticia y el sufrimiento de su pueblo, y reclamaba la igual dignidad de cada uno de sus miembros.

La doctrina social de la Iglesia, tan poco conocida y predicada en nuestros templos, tan olvidada por la mayoría de católicos, es una buena guía para reflexionar y tener más claridad sobre cómo debe ser una sociedad para estar acorde con el proyecto de Dios.

Según el documento Gaudium et spes del Concilio Vaticano II, la justicia social existe en la medida que una sociedad posibilita que cada persona disponga de los medios necesarios para desarrollarse plenamente. Esta debe ser nuestra aspiración y por eso debemos cambiar todo lo que impida el desarrollo pleno de cada persona.

A Jesús le mataron porque anunciaba y preparaba la llegada del Reino de Dios, inquietando de esa forma a los representantes del Imperio (Roma) y del Sacerdocio (Jerusalén), que no querían más evangelio que el poder religioso y/o social que ellos tenían, pues a su juicio “la historia había culminado ya”, y no había lugar para “aventuras mesiánicas”. Por defender su buena noticia murió Jesús, y lo hizo de forma tan impactante que sus seguidores creyeron que él mismo (Jesús) era la encarnación de esa buena noticia, y que Dios le había resucitado. Lógicamente, los evangelios escritos conservan palabras en las que Jesús se identifica con el evangelio, así cuando pide a los hombres que cambien de vida (se conviertan) “por mí o por el evangelio” (cf. Mc 10, 28-31). No está a un lado Jesús y al otro el evangelio, sino que el mismo Jesús es el evangelio.

Está claro que el papel de los cristianos es, como lo había propuesto Jesús, ser levadura: llevar unas vidas personales y grupales que iluminen, alienten, inspiren y fecunden, y unirse a tantos que sin saberlo se dejan llevar por el Espíritu de Jesús, por su paradigma de humanidad, para ir dirigiendo la historia en esa dirección. El papel de la Iglesia, que somos todos, es proponer este proyecto de Dios, esa determinación suya de entregarse a nosotros en su Hijo Jesús y de que esa alianza se exprese en la creación del mundo fraterno de los hijos de Dios. Proponer convincentemente este proyecto requiere estar personalmente ganados para él y por supuesto desmarcarse de la dirección del antirreino y de su pertenencia estructural a él.

Sin el reino de Dios el cristianismo pierde sentido y trascendencia. Pero si admitimos el reino siempre nos toparemos con algún género de muerte. Ésa es la paradoja y la elección que tenemos que hacer. Sin conversión y muerte no hay resurrección. Feliz el que se siente en el banquete del reino (Lc 14,15; Apocalipsis 19,6-9).

Aunque la palabra moderna solidaridad no aparece en los evangelios, éstos pueden considerarse, sin lugar a dudas, una constante invitación a su práctica, como expresión de amor universal sin barreras de ningún tipo.

La palabra más próxima a ésta, porque la supone y la incluye, es agapê que aparece 116 veces en el Nuevo Testamento (de las que sólo nueve en los evangelios). Con ésta se indica en el amor que proviene o tiene por objeto a Dios, o al hombre en cumplimiento del precepto divino: “Amarás a Dios... y al prójimo como a tí mismo”(Lc 10, 27)

El principio de solidaridad se formula claramente en Mt 7,12. Texto denominado “regla de oro”, donde Jesús resume el Antiguo Testamento con esta frase: “Todo lo que querríais que hicieran los demás por vosotros, hacedlo vosotros por ellos, porque eso significan la Ley y los Profetas”. Jesús invita a ser solidario, o lo que es igual, a ponerse en el lugar del otro, como si fuera uno mismo, haciendo con él lo que uno desearía que le hicieran. Para ello hay que renunciar al egocentrismo; cada uno ha de considerar que los demás tienen con él un destino común, y, que, por tanto, merecen su atención e interés.

El consumismo y la primacía de lo económico en el mundo globalizado tienden a generar grandes exclusiones. Se antepone el valor del dinero sobre la dignidad de la persona humana y sobre la creación entera. Se constatan situaciones de subempleo, desempleo y empleo informal como algo cotidiano en nuestras sociedades.

La misión de la Iglesia consiste a todos los ámbitos de la vida humana, de manera especial en ir a los espacios de muerte, de decepción y de desesperanza, en ir al mundo del dolor y del desconsuelo, para oír y transmitir en el fondo de tanto sepulcro la gran palabra de la esperanza y la alegría que anuncia la vida que procede de Dios Padre. En el relato de Emaús mientras Jesús explicaba todo esto el corazón de los discípulos estaba ardiendo de alegría. Es la palabra de Jesús que comunica la gran alegría de la salvación.

Esta alegría se produce por la presencia inaudita del Resucitado en la Palabra. Y toda la acción evangelizadora y misionera de la Iglesia debe apuntar a la presentación explícita del misterio de Jesucristo, pues de él hablan todas las Escrituras. Los evangelios relatan el camino de Jesús que nos invita a la entrega de la vida a favor de los demás.

Así, pues, para madurar la vocación misionera Ad Gentes hay que entrar en la lógica cristiana de lo más, de lo mejor, de lo máximo. Mediocridad cristiana y compromiso misionero no son compatibles, como recuerda el Papa Francisco en Gaudete et Exsultate: “Dios nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada. “A cada uno de nosotros el Señor nos eligió para que “fuésemos santos e irreprochables ante Él por el amor” (Ef 1, 4). Se trata de un anhelo de santidad que está en imprescindible conexión con el compromiso misionero”. Y añade: la santidad es parresía: es audacia, es empuje evangelizador que deja una marca en este mundo. Audacia, entusiasmo, hablar con libertad, fervor apostólico, todo esto se incluye en el vocablo parresía, palabra con que la Biblia expresa también la libertad de una existencia que está abierta porque se encuentra disponible para Dios y para los demás.

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