Millones de venezolanos viven como refugiados o migrantes
Casi 4,8 millones de venezolanos han dejado sus hogares y
viajado esencialmente hacia Latinoamérica y el Caribe. La actual situación en
Venezuela representa el mayor éxodo en la historia reciente de la región y una
de las mayores crisis de desplazados en el mundo. Casi el 80% se encuentra en
América Latina y el Caribe, sin perspectivas de retorno a corto o mediano
plazo. Esta cifra alcanza los
6,5 millones de personas a finales de 2020 en todo el mundo. En 2018, una media
de 5.000 personas abandonaron Venezuela cada día. Miles de ellos cruzan
diariamente la frontera de Colombia, mientras otros se dirigen a Brasil, Chile,
Ecuador o Perú, y los hay que hacen arriesgados viajes en lancha hacia las
islas del Caribe.
Las solicitudes de asilo en la región están sobrepasadas. Hasta la fecha se han recibido 751.732. Desde 2014, el número de venezolanos que han solicitado asilo en otros países ha aumentado un 4.000%. Tras huir de la violencia, la inseguridad y las amenazas, y debido a la falta de alimentos y medicinas en su país, se enfrentan a graves peligros en el camino de huida.
Lo que verdaderamente
está ocurriendo en Venezuela, es que se están enfrentando el odio contra el
amor, la violencia contra la paz, el egoísmo contra la solidaridad, la
rivalidad contra la fraternidad, la opulencia contra la igualdad, el fascismo
contra la libertad, el imperio contra la soberanía nacional, la pesadilla
pasada contra la felicidad presente y el Neoliberalismo contra la democracia.
El drama venezolano es, ante todo, el drama de todo un
pueblo, tantas veces usado como si fuera un comodín en el juego sin escrúpulos
de la política.
Actualmente Venezuela, aunque nos disguste aceptarlo y admitirlo, es un país que desde hace mucho tiempo ha sido tomado como rehén por el odio, el fanatismo ideológico, los cálculos mezquinos e insensatos y las desenfrenadas ambiciones personales.
Ver a Auschwitz pone
los pelos de punta pues lo que viven los venezolanos en la Venezuela actual debería
hacernos conscientes que la ley contra
el odio, el carnet de la patria, las torturas infligidas a los presos, la
parcialidad evidente de los poderes públicos, el exilio doloroso de millones de
compatriotas, el lenguaje soez de descalificación para quien piensa o propone
algo distinto, son formas inequívocas de "exterminio" de la paz y la
tranquilidad que debería estar presente en toda persona. Los que no
pueden recordar el pasado (de otros y nuestros) están condenados a repetirlo.
La historia del siglo XX no es sólo Auschwitz, no hace mucho, no muy lejos. Pretende brindar una ocasión para reflexionar sobre las fuerzas autodestructivas en el seno de la civilización occidental. Hay que poner las barbas en remojo para no dejarnos seducir por cantos de sirenas que conducen a la muerte de los afectos, de las esperanzas, a la destrucción.
He visto la aflicción
de mi pueblo y he oído su clamor" Éxodo 3,7.
El drama de ver familias separadas, especialmente madres y padres que han sido obligadas a dejar a sus hijos menores en territorio venezolano, y más grave aún resulta de enorme preocupación la utilización del poder punitivo del Estado para criminalizar a estos ciudadanos de origen colombianos como miembros de grupos irregulares.
Este panorama sólo puede ser calificado como pecado, como un
continuo proceso de deshumanización que nos afecta a todos, desde las
condiciones de vida personales hasta el modo como nos relacionamos y nos
definimos socioculturalmente. Es pecado porque esta realidad niega al Dios de
la Vida con quien nos comprometimos a hacer "de esta tierra como en el
cielo" (Lc 11,2) y al que le
pedimos que nos dé el "pan de cada día" (Lc 11,3).
Ante la frustración de no ver un cambio hay quienes se aprovechan para fomentar la polarización y la violencia que debilitan nuestro tejido sociocultural. Cabe recordar que "quien odia a su hermano es ya un homicida" (1Jn 3,15). Como creyentes, Dios nos pregunta hoy: "¿dónde está tu hermano?". Y nuestra actitud no puede ser la de Caín: "no sé ¿acaso soy yo guardián de mi hermano? (Gn 4,9). Porque la respuesta de Dios será categórica: "la voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra" (Gn 4,10). Con la antifraternidad sólo gana el régimen y su dinámica deshumanizadora, esa que mata y hace cada vez más difícil nuestra redención como país (Juan XXIII, Pacem in Terris, 162).
Cuando se nos pregunte, "¿dónde está tu hermano?" (Gn 2,9), ¿qué responderemos?. Aún
estamos a tiempo de cambiar, de no darnos por vencido y colocarnos, como Dios,
del lado de las víctimas de este drama humanitario. Asumir hoy nuestra
"responsabilidad hacia nuestros hermanos y ante la historia" (Gaudium et Spes 55) significa superar
el pecado mediante nuestro seguimiento de la humanidad doliente de Jesús:
"tuve hambre y me distes de comer; tuve sed y me distes de beber; fui
forastero y me recibiste; estaba desnudo y me vestiste; enfermo y me visitaste;
en la cárcel y viniste a ver" (Mt
25,35-40).
José Carlos Enríquez
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