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Concepción Arenal: "decidnos cuál es el sistema penitenciario de un pueblo y os diré cuál es su justicia”.

"¿Por qué miras la brizna en el ojo de tu hermano, y no adviertes la viga en tu propio ojo?" (Mt 7,3)

El sistema penitenciario se erige como un instrumento para esconder a aquellos que son rechazados por la sociedad, y en el actual proceso de desculpabilización, nadie está dispuesto a ser más flexibles con aquellos que acaban entre rejas.

Nuestra sociedad está asentada sobre una curiosa contradicción: nos desculpabilizamos todos para inculpar cruelmente a unos pocos. Negamos la existencia de la culpa, para luego hacerla recaer sin piedad sobre cuanto nos amenaza.

Nunca nos paramos a preguntar si las amenazas a nuestra seguridad provienen exclusivamente de la culpa ajena o también (y a veces principalmente) de la culpa y la injusticia nuestra. Quizá valen de nosotros aquellas viejas palabras: “¿por qué miras la brizna en el ojo de tu hermano, y no adviertes la viga en tu propio ojo?” (Mt 7,3).

Las cárceles nacieron hace unos doscientos años, y para sustituir a otros castigos más crueles.

En este sentido, son una institución típica de la Modernidad, cuyos afanes de progreso pretendían encarnar. En concreto: castigar el delito sin destruir a su autor y, aún más, que la verdadera penitencia fuera la regeneración del delincuente. Pero, incluso en este contexto progresista, el centro penitenciario era visto como un mal, por cuya eliminación había que seguir luchando, como se lucha por erradicar la tuberculosis o el cáncer. Eso expresaban aquellas palabras de Jovellanos: “cada escuela abierta cierra una cárcel”. Y es a la luz de estas aspiraciones de la modernidad como debemos examinar el problema de las prisiones, mucho más que a la luz de las exigencias conservadoras de seguridad.

T. Parson definía el término institución como: “pautas normativas que definen los modos de acción o relación social que se consideran apropiadas, legítimas o esperadas”. De acuerdo con esto las instituciones están dirigidas a pautar o conformar conductas, pero también a establecer relaciones entre las personas.

Y Goffman (en la introducción a su libro Internados) escribe que “una institución total puede definirse como un lugar de trabajo donde un gran número de individuos en igual situación, aislados de la sociedad por un período apreciable de tiempo, comparten en su encierro una rutina diaria administrada formalmente”. Como ejemplo notorio de este tipo de instituciones señala la cárcel.

La vida en la cárcel conlleva penalidades sobreañadidas a la privación de libertad pretendida por la Ley. La prisión produce consecuencias negativas, a veces traumáticas, sobre la vida personal, familiar y social de la persona que la sufre. Y estas consecuencias negativas, en lugar de regenerar al delincuente, contribuyen a reafirmarlo y hacerle progresar en el delito.

La pena privativa de prisión es una amarga realidad y necesidad social. No sólo es retribución o castigo y prevención general y especial, sino rehabilitación.

La Ley Orgánica General Penitenciaria, determina en su artículo primero que, en el fin primordial de las Instituciones Penitenciarias, tiene prioridad la “reeducación y reinserción social de los sentenciados a penas y medidas penales privativas de libertad” frente a la “retención y custodia de detenidos, presos y penados”. Hemos de reconocer no obstante que en la realidad priva más hasta el presente la “retención y custodia” que la “reeducación y reinserción social”.

 Quizá la cárcel no sea un simple “excusado” de la sociedad, que conviene tener educadamente oculto, sino más bien un espejo de ella. Y en este sentido no podemos sino reafirmar las palabras del documento episcopal titulado: “Las comunidades cristianas en las prisiones”, cuando afirma que la injusticia social es la primera delincuencia y causa de muchísima delincuencia. 

 Como decía Concepción Arenal, «decidnos cuál es el sistema penitenciario de un pueblo y os diré cuál es su justicia”.

Toda esta intimidad personal queda violada al provocarse contactos interpersonales forzados, con lo que se crea dificultad para el contacto social y se propicia una considerable pérdida del sentido de la realidad. Si la libertad es un don sagrado del Creador y una conquista importante de la sociedad (don y conquista que deben ser educados y liberados, pero no suprimidos), la convivencia con personas traumáticamente privadas de ese don, tiene que resultar ella misma traumática (aun prescindiendo ahora de lo que supone el hecho de convivir sólo con personas del mismo sexo).

El interno Poco a poco se va apreciando en el sujeto un cambio regresivo en el modo de vida, que más tarde le incapacitará para adaptarse a la vida en libertad, el vivir en sus propias carnes la tensión de verse castigado y rechazado por su sociedad y por los suyos, hace que muchos pierdan (o acaben de perder) un gran valor humano: La confianza en las personas y en las instituciones sociales. Muchos internos padecen crisis en su sistema de valores sociales, morales, políticos, religiosos, familiares etc. Y otros muchos sufren también una traumática confrontación entre el sistema de valores humanos y el de la sociedad que los castiga.

Desde que el individuo ingresa en prisión es rechazado por la sociedad, lo que produce efectos negativos de cara a su reinserción ulterior.

 Es muy importante que la sociedad comience a escuchar a los que no pueden dejarse oír, y que no haga callar a nadie. Es importante que esta sensibilización de la sociedad vaya creciendo, y que los Medios de Comunicación no se muestren preocupados por hablar exclusivamente de la seguridad ciudadana (que nadie niega que sea una necesidad social), sino también de la promoción de la personalidad de todo aquel que sea víctima de la incultura, la miseria o la marginación.

Por lo tanto, recordemos las palabras del Evangelio: Mt 25 31: Pues cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria, y todos los ángeles con él y dirá los que están a su derecha:  Venid, benditos de mi Padre. Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui extranjero y me acogisteis; 36 estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Es un pasaje que brota de la experiencia mesiánica de Jesús, a la luz del Antiguo Testamento, tal como ha sido vivido y formulado de un modo por el libro de Job y por otro por el evangelio de Mateo.

Este pasaje se funda en una experiencia teológico‒mesiánica, centrada en el hecho de que el Dios de Jesús se revela al fin como juez/salvador de todos, pues se  ha identificado hecho con los hambrientos y los pobres, los exilados y enfermos, desnudos y encarcelados…

Muchas veces tenemos miedo, y queremos desertar de esta misión de consolar a Dios, pero Jesús nos invita a seguir, tomando su cruz (la nuestra, la de aquellos que sufren), para acompañar y “animar” de esa manera al mismo Dios, como dijo de forma admirable san Pablo, afirmando que él quería  “completar” en su carne los sufrimientos de Cristo, que son los de Dios (Col 1, 24).   El Dios de Jesús nos saca externamente de este mundo, no nos quita el dolor, pero nos ofrece la certeza de que está con nosotros, con su misericordia,  queriendo que le acompañemos, acompañando a los que sufren, como decía D. Bonhöffer, otro testigo y mártir del Holocausto nazi, hermano cristiano de E. Hillesum, la judía).

En este mismo contexto quiero citar la oración de D. Bonhöffer, teólogo cristiano alemán.

Siendo infinitamente grande, no te encuentras infinitamente lejos, sino cerca de nosotros. Y cuando estamos derrotados, tú no quieres asentarnos en tu fuerza, sino en la debilidad de tu Hijo Jesucristo. Por eso... ya seamos justos o injustos, enfermos o fuertes en la vida, nos arrojamos completamente en tus brazos... ¿Cómo hundirnos en el fracaso cuando superamos con tu Hijo la prueba del desierto? ¿Cómo orgullecemos en el triunfo si llevamos con el Salvador la cruz de nuestras culpas? (D. Bonhöffer,Resistencia y sumisión 2018).

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