Perdónate a ti mismo.
Lo que más difícil resulta en muchas ocasiones en la reconciliación es reconciliarse con uno mismo. No somos capaces de perdonarnos, por ejemplo una falta que afea y empaña nuestra imagen hacia fuera. No aceptamos nuestro pasado. Nos rebelamos y protestamos por la mala suerte de haber nacido en un momento determinado, por la educación recibida; nos quejamos de que no se han realizado nuestros sueños, de haber sido maltratados en la infancia y de que se entorpeciera nuestra felicidad en la vida.
Algunas personas se pasan la vida en permanente protesta y se rebelan contra su destino. Echan en cara a
sus progenitores no haber recibido de ellos todo el amor que hubieran
necesitado. Acusan a la sociedad de no haberles facilitado las oportunidades
que tenían derecho a esperar de ella. Siempre son los otros los que tienen la
culpa de todas sus propias desgracias… Estás personas padecen un fuerte complejo de victimismo y con ello pretenden justificar sus propias renuncias a seguir viviendo. Pasan la
vida en el banquillo de los acusadores. Son los otros siempre los culpables de
todo: la familia, los educadores, el gobierno, la institución religiosa. ¡Muchas veces con sus quejas y protestas permanentes terminan por renunciar
a vivir!
Pascal Bruckner
ha definido el victimismo como una característica de nuestra época.
El victimista se autocontempla con una blanda y consentidora
indulgencia, tiende a escapar de su verdadera responsabilidad, y suele acabar
pagando un elevado precio por representar su papel de maltratado habitual. Para
las personas que caen en esta actitud, todo lo que les hacen a ellos es
intolerable, mientras que sus propios errores o defectos son sólo simples
futilezas sin importancia que sería una falta de tacto señalar.
El victimista suele ser un modelo humano mezquino, de poca
vitalidad, dominado por su afición a renegar de sí mismo, a retirarse un poco de
la vida. Una mentalidad que, como ha señalado Pascal Bruckne, hace que todas las dificultades del vivir del
hombre, hasta las más ordinarias, se vuelvan materia de pleito.
La reconciliación con
uno mismo o la negativa a reconciliarse tienen repercusiones políticas y
sociales.
La reconciliación con uno mismo empieza por reconciliarnos
con el pasado. Sea cual sea la época nos ha tocado vivir, hay siempre
situaciones en las que nos hubiera gustado no estar implicados. Es cierto que
muchas personas tienen que arrastrar una pesada carga por la vida. Tuvieron la
desgracia de pasar por un divorcio, de perder pronto a sus padres, o aún sin
perderlo, quizás el padre o la madre no le ha ofrecido todo su apoyo y
confianza.
Nadie es libre para elegir su infancia, o la vida que le ha
tocado vivir, pero todos tenemos que ser capaces alguna vez de reconciliarnos con nuestras vivencias y
sufrimientos. Sólo cuando estemos dispuestos a aceptar nuestras heridas es
cuando estas pueden cicatrizar y quedar sanadas.
Para Hidelgarda de
Bigen la tarea más propia de un ser humano consiste en “transformar sus heridas en perlas”. Pero esto sólo se consigue
cuando se decide aceptar las heridas y fracasos y se deja de cargar toda la
responsabilidad sobre los otros. Por supuesto que la cicatrización de las
heridas supone la tolerancia de su dolor y la indignación contra los que las
han abierto. Entonces, la reconciliación con mis heridas significa también el perdón de los que las han causado. Frente
a las heridas que podamos recibir en el trato con los demás, es posible
reaccionar de formas diferentes. Podemos pegar a los que nos han pegado, o
hablar mal de los que han hablado mal de nosotros.
El perdón consiste en renunciar
a la venganza y querer, a pesar de
todo, lo mejor para el otro. La
tradición cristiana nos ofrece testimonios impresionantes de esta actitud. No
sólo tenemos el ejemplo famoso de San
Esteban, el primer mártir, que murió rezando por los que le apedreaban. En
nuestros días hay también muchos ejemplos. En 1994 un monje trapense llamado Christian fue matado en Argelia junto a
otros monjes que habían permanecido en su monasterio, pese a estar situado en
una región peligrosa. Christian dejó
una carta a su familia para que la leyeran después de su muerte. En ella daba
gracias a todos los que había conocido y señalaba: “En este gracias por supuesto os incluyo a vosotros, amigos de ayer y
de hoy... Y también a ti, amigo de última hora, que no habrás sabido lo que
hiciste. Sí, también por ti digo esas gracias y ese adiós cara a cara contigo.
Que se nos conceda volvernos a ver, ladrones felices, en el paraíso, si le
place a Dios nuestro Padre.”
La reconciliación con
uno mismo significa también decir sí a lo que
soy ahora y aceptarlos con mis cualidades positivas y mis partes
fuertes, pero también con mis defectos y puntos débiles.
Tenemos que mirar y reconocer con amor nuestras lagunas y
deficiencias, todo lo que contradice radicalmente nuestro autoconcepto y propia
imagen subjetiva, nuestras impaciencias, angustias y complejos de inferioridad.
Esto supone un proceso a lo largo de la vida, porque cuando nos parece que
estamos ya reconciliados con nosotros mismos, aparecen signos de debilidad que
nos irritan y cuya existencia nos gustaría negar. Es en estos momentos cuando
es necesario dar un rotundo sí y aceptar todo cuanto hay en nosotros.
Este sí valiente a lo que descubro que hay en mi es una
reconciliación con mis fracasos y mis sombras. Para C.G Jung “sombra” es todo lo que no hemos tolerado, lo que hemos
excluido de nuestra vida por no cooincidir con la imagen ideal que nosotros
habíamos formado. El ser humano afirma Jung, está estructurado de manera polar,
es decir, se mueve siempre entre dos polos, entre la razón y los sentimientos,
entre disciplina e improvisación, entre amor y odio, entre anima y animus,
entre Espíritu e instintos.
Es necesario reconocer que en nuestro interior existen amor
y odio, que a pesar de nuestros esfuerzos religiosos y morales, quedan vivos en
nosotros instintos de agresividad, de angustias, estados depresivos…
Hacia la mitad de la vida, nos sentimos provocados a mirar
de frente las sombras y reconciliarnos con ellas. El que no es capaz de enfrentarse decididamente con sus sombras las
proyecta necesariamente sobre los otros. Aceptar las propias sombras y lo
negativo de uno mismo no es regodearse en ello, es sólo admitir su existencia.
Muchas personas no
toman en serio el Perdón de Dios. Aseguran que creen en ese perdón, se
confiesan y confiesan sus faltas. Pero en el fondo de su corazón no se han
perdonado a sí mismos. ¡Pero Dios es
mucho más misericordioso con nosotros que nosotros mismos! Creer que Él nos
acepta con nuestras “sombras” y con todo lo que llevamos dentro, es creer que Él
nos ha perdonado, lavado de nuestros pecados y trasformado de todas nuestras
autoacusaciones. La fe en el Amor perdonador de Dios tiene que ser capaz de hacernos
apartar nuestros pensamientos de nuestras culpas y dirigirlos a su
Misericordia.
¿Cómo se distingue
nuestro Señor de todos los demás dioses adorados en todo el mundo? Por
supuesto, sabemos que nuestro Dios está por encima de todos los demás,
diferentes en todo sentido; pero una forma clara en que sabemos que el Señor se
distingue de los demás es por su nombre: el Dios que perdona. La Escritura
revela a nuestro Señor como el Dios que perdona, el único Dios que tiene el
poder de perdonar el pecado. La Escritura revela a nuestro Señor como
el Dios que perdona, el único Dios que tiene el poder de perdonar el pecado.
Vemos este nombre de Dios confirmado a lo largo de las Escrituras. Nehemías
declaró: “Pero tú eres Dios que perdonas, clemente y piadoso, tardo para la
ira, y grande en misericordia, porque no los abandonaste” (Nehemías 9:17).
Nuestro Dios no nos
abandona en nuestras luchas. Él está listo para perdonar y traernos de vuelta a
él.
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