Hablar de sinodalidad es una experiencia eclesial a todos los niveles: yo soy Iglesia, me siento Iglesia, y por eso soy responsable y soy protagonista.
La palabra sínodo viene de los términos griegos syn (con) y
odos (camino), lo que sugiere “caminar juntos”.
Tanto sinodalidad como conciliaridad
significan que “cada miembro del cuerpo de Cristo, en virtud del bautismo,
tiene su lugar y sus propias responsabilidades” en la comunión de la Iglesia.
El Papa Francisco
dijo que "la Iglesia somos todos: desde el niño recién bautizado hasta los
obispos y el Papa: todos somos Iglesia y todos somos iguales a los ojos de
Dios. Todos estamos llamados a colaborar en el nacimiento a la fe de nuevos
cristianos, todos estamos llamados a ser educadores en la fe, a anunciar el
Evangelio. Todos participamos de la maternidad de la Iglesia, todos somos
Iglesia, para que la luz de Cristo llegue a los extremos confines de la tierra.
El papa Francisco lanzó
un ataque frontal contra las personas de la Iglesia que "predican
la pobreza pero practican la riqueza" y pidió a todos, comenzando por los
obispos, que se despojen para ayudar a los hermanos en dificultades.
“Algunos clérigos
piensan que la iglesia es solamente su casa, pero se equivocan, «la Iglesia es
católica porque es la casa de todos: todos son hijos de la Iglesia y todos
están en esa casa”. «La Iglesia nos hace encontrar la misericordia de Dios
que nos transforma, porque está presente en Jesucristo, que le da la verdadera
confesión de la fe, la plenitud de la vida sacramental, la autenticidad del
ministerio ordenado. En la Iglesia cada uno debería encontrar todo lo necesario
para creer, para vivir como cristiano, para ser santo, para caminar en todo
lugar y en toda época». Y el Papa añadió: « ¿Tendemos a uniformar todo? La
uniformidad mata la vida. La vida de la Iglesia es variedad, y cuando queremos
imponer esta uniformidad a todos, matamos los dones del Espíritu Santo. Oremos al Espíritu Santo, que es
precisamente el autor de esta unidad en la diversidad, de esta armonía, para
que nos haga cada vez más “católicos”, es decir, en esta Iglesia que es
católica y universal».
Hablar de sinodalidad
es reconocer la pluralidad, las polaridades, pero renunciando a la uniformidad
y a la homogeneidad de todo. Hablar de sinodalidad es una experiencia eclesial
a todos los niveles: yo soy Iglesia, me siento Iglesia, y por eso soy responsable
y soy protagonista.
En la Iglesia hubo y hay personas, que se dicen
representantes de Dios, elevados a altísimas dignidades, a los que se les subió
el poder a la cabeza y, en vez de representar a Dios, tratan de suplantarlo y
de endiosarse ellos. No están al servicio de Dios y del prójimo, sino que lo
utilizan para someter a los demás: es el clericalismo
o apropiación indebida de la Iglesia por el clero, y la Iglesia es de la
comunidad, es la comunidad de creyentes
y no es de los curas.
En Evangelii Gaudium,
31 afirma: El obispo, a veces estará
delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo; otras veces
estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa,
y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados y,
sobre todo, porque “el rebaño mismo” tiene su olfato para encontrar nuevos
caminos. Por tanto, el obispo tiene
que ver por dónde va el conjunto del pueblo cristiano.
En la antigüedad cristiana cuando tenía lugar la elección de
un obispo el pueblo daba su opinión. Y, en la liturgia de consagración del
obispo de un lugar estaban presentes los obispos del entorno, es decir, de la provincia
eclesiástica, como signo de que lo que sucede en esa Iglesia no es ajeno al
resto de las Iglesias y, cuando van a consagrar al obispo, el pueblo expresa su
aceptación. Cuando el papa Francisco dice Rezad a Dios para que me bendiga, es
algo así como decir: “yo, obispo de Roma
soy recibido, aceptado, acogido por los miembros de mi diócesis, y todos juntos
vamos a salir a evangelizar”.
Cuántas veces alertó Francisco, “en las comunidades
cristianas se encuentran las puertas cerradas. “Pero tú no puedes, no, tú no
puedes. Te equivocaste aquí y no puedes. Si quieres venir, ven a Misa el
domingo, pero quédate ahí, no hagas más, sigue así como estás...” Por eso,
el Santo Padre observó que lo que hace el Espíritu Santo en el corazón de las
personas, lo destruyen esos que se dicen representantes de Dios con psicología
de doctores de la ley.
Nuevamente, recordó
que la Iglesia tiene siempre las puertas abiertas. “Es la casa de Jesús y Jesús
acoge. Pero no solo acoge, sale al encuentro de la gente. Y si la gente está
herida, ¿qué hace Jesús? ¿Le regaña por estar herida? No, va y lo carga sobre
los hombros. Y esto se llama misericordia. Y cuando Dios regaña a su pueblo
–‘Misericordia quiero, no sacrificios’- habla de esto”, explicó el Papa.
Marcos describe la forma en que los “señores” del mundo
(gobernadores, sacerdotes) mataron a Jesús para mantener su “casa” (imperio,
templo) como negocio sobre el pueblo.
Mateo sigue básicamente a Marcos y pone en el centro de su
mensaje el tema de la casa, pero añadiendo que Jesús quiso edificar (oikodomeô)
una casa universal, dando las llaves a Pedro para que todos pudieran habitar en
ella, prometiendo que nada ni nadie (ni siquiera el infierno, ni el
neo-capitalismo) podría destruirla (Mt
16, 18-19). Esa ha sido su alternativa judeo-mesiánica de la casa frente a
la casa judeo-sacerdotal de Jerusalén, convertida en cueva de bandidos, dando a
Pedro la función (a veces no cumplida) de abrir la casa de modo que todos
pudieran tener cabida en ella.
La Iglesia pasa a ser
un asunto de todos los bautizados. Los cristianos redescubren el significado
profundo del bautismo y de este modo aprenden con gozo a «hacer Iglesia». Los
sacerdotes, los diáconos, los religiosos y religiosas y los laicos son hermanos
y trabajan juntos en la misma misión. La vida humana se convierte en el lugar
de la fe. Son los frutos del concilio. Es la intuición de la Acción Católica.
Las palabras de Jesús no pueden ser más exigentes: “quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mi causa la salvará” (Lc 9,24). Nos recuerdan también a las de San Pablo: “por Cristo lo he perdido todo” (Fil 3, 7-8). No son palabras fáciles de aceptar, porque no es fácil asumir que no somos los únicos cristianos, los exclusivos. Aunque llevamos más de cincuenta años de recepción del Concilio Vaticano II, sus textos todavía no han penetrado en nuestras carnes de forma suficiente. Esos textos afirman que los que no son católicos, y están bautizados, son cristianos; pertenecen a Cristo, son hermanos, son de la familia, y debemos ser consecuentes con ello.
La afirmación de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia la empuja de forma natural hacia la sinodalidad, a caminar juntos, en todas sus dimensiones, tal y como ya intuyeron hace décadas algunos paladines del ecumenismo como el hermano Roger de Taizé o Yves Congar
Y la Iglesia nos da la vida de la fe en el bautismo: es el
momento en el que nos hace nacer como hijos de Dios, cuando Dios nos da la
vida, nos genera como una madre. Esto nos hace entender algo muy importante:
nuestro formar parte de la Iglesia no es un hecho exterior y formal, no es
llenar un formulario; es un acto interior y vital; no se pertenece a la Iglesia
como a una sociedad, a un partido o a cualquier otra organización. El vínculo
es vital, como el que se tiene con la propia madre porque la Iglesia es
realmente la madre de los cristianos
Afirma el papa
Francisco:” Ven, Espíritu Santo. Tú que suscitas lenguas nuevas y pones en
los labios palabras de vida, líbranos de convertirnos en una Iglesia de museo,
hermosa pero muda, con mucho pasado y poco futuro. Ven en medio nuestro, para
que en la experiencia sinodal no nos dejemos abrumar por el desencanto, no
diluyamos la profecía, no terminemos por reducirlo todo a discusiones
estériles. Ven, Espíritu de amor, dispón nuestros corazones a la escucha. Ven,
Espíritu de santidad, renueva al santo Pueblo de Dios. Ven, Espíritu creador,
renueva la faz de la tierra.”
El salmista David
escribe: “No me eches de delante de ti, y no quites de mí tu Santo Espíritu.”
David está diciendo aquí: “Señor, necesito tu presencia, no
sólo hoy, sino mañana. No quiero que disminuya porque no quiero volver a mi
tibieza. Por favor, Dios, no quites de mí tu santo Espíritu. Quédate conmigo.
En la iglesia y en
nuestra comunión con los demás, podemos conocer la presencia manifiesta de
Dios. Chispas interiores se encienden, trayendo una sensación de vida
fresca y nueva, y anhelamos que Dios nos mueva de esa manera cada hora del día.
Es cierto que Él dijo, “porque donde están dos o tres
congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" Pero Él puede estar
en medio de nosotros como un extraño -Ignorado, no reconocido – ¡aun por los
que se congregan en su nombre! Los judíos se congregaban cada sábado en la
sinagoga para hablar de su nombre, y para profetizar de su venida. Alababan el
nombre del Padre quien había prometido su venida. Pronunciaban el nombre del
Mesías con asombro y reverencia. Y entonces, vino y anduvo entre ellos,
pero ¡no lo reconocieron! ¡Les fue un perfecto extraño!
Cristo, ¿Un extraño en medio de los que pronuncian su
nombre, de los que adoran al Padre que le envió?
Pidamos a Dios, si enciende una llama en nosotros, haga que
crezca más y más. Pidámosle un espíritu
leal, como hijos de David. ¡Si nos da
una chispa, convirtámosla en una
antorcha!
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