Se nos fue Javier Rodríguez Couce, un cura bueno, de trato fácil, un hombre de fe y sentido común
Ordenado en Mondoñedo- Ferrol en 1999, actualmente era párroco-moderador de la UPA Castro Ribeiras de Lea, en el arciprestazgo de Terra Chá, que integra unas treinta y cinco parroquias. También era capellán de la residencia de mayores de Castro de Rei y Castro Ribeiras de Lea, en la provincia de Lugo. Anteriormete había atendido pastoralmente varias parroquias en municipios como Cedeira, Ortigueira o Mañón.
Una de las grandes satisfacciones que tiene el ser humano en
su vida cotidiana, es la gran seguridad de contar con grades amigos como lo era
Javier Couce. Con el paso del
tiempo, la amistad se fortalece sin darnos cuenta, la convivencia ha traído
consigo aficiones, gustos e intereses en común, compartiendo preocupaciones,
alegrías, tristezas, y la seguridad de contar siempre con su apoyo
incondicional.
El fallecimiento de Javier ha sido una gran pérdida en
nuestra diócesis, Javier era compasivo,
misericordioso, hombre para los demás. Tres cosas convierten al hombre en
humano (la justicia, la misericordia y la fidelidad: Mt 23,23), y en medio de ellas se encuentra la misericordia,
entendida como amor que brota de la entraña de Dios y se expresa en obras de
justicia y fidelidad humanas.
Tenía 50 años con lo que era de los sacerdotes más jóvenes de la diócesis y le habían encomendado 35 parroquias.
Los sacerdotes como él que conservan en el tiempo el
entusiasmo del corazón, acogen con alegría la frescura del Evangelio, hablan
con palabras capaces de tocar la vida de la gente; y sus manos, ungidas por el
obispo en el día de la ordenación, son capaces de ungir a su vez sus heridas,
las esperas y las esperanzas del pueblo de Dios.
Los magnánimos como
este sacerdote bueno se pueden reconocer muy bien porque están siempre
disponibles cuando les necesitamos y siempre nos ayudan a resolver situaciones
difíciles creando optimismo y esperanza. Cuando se les pide algo siempre
responden sí. Son un oasis en medio del mundo en el que vivimos. También fue un
gran creyente, un hombre de corazón limpio como el de las bienaventuranzas de
Mateo.
Javier podía llegar a oficiar misa hasta en siete lugares
distintos en un mismo día. Sin apenas tiempo para cambiarse, no era extraño
verle viajar con el alba siempre puesta.
Casi 2.000 feligreses
estaban a cargo de Javier, que no daba abasto con tanto trabajo. Su estilo
de vida simple y esencial, siempre disponible, lo hacía creíble a los ojos de
la gente y lo acercaba a los humildes, en una caridad pastoral.
"La celebración
del culto acaba con los curas, tenemos que hacer el trabajo de tres y dar misa
requiere una concentración que termina agotándote” afirmaba Javier en una
entrevista. Pero eso parece que
algunos obispos no lo entendieron bien. Las UPA (unidades pastorales) no son la
solución, hay que recrearlo todo, para que se anuncie, celebre y practique el
evangelio, en formas cercanas (casa a casa, grupo a grupo), en apertura a la
nueva humanidad. Cada parroquia
puede y debe presentarse como espacio donde los creyentes pueden encontrarse en
amor, para ayudarnos mutuamente, para crecer y ser personas, en gesto de caridad,
de asistencia y de liberación mutua. No
se tratará, pues, de una pastoral para tener más cristianos, para que haya más
bautizos y más sacramentos, sino para que haya espacios abiertos de libertad,
para que pueda haber más personas (hombres y mujeres) que asumen el ideal
creador de Dios que está dirigido al despliegue de la persona humana.
Para él la sencillez
fue lo primero. "Lo importante es que la gente te vea como una persona
normal y accesible, con la que pueden hablar y contar sus penas y
alegrías" Javier sabía que su vocación nace de un encuentro de amor: el de
Jesús y el del pueblo de Dios.
La Iglesia necesita sacerdotes y laicos capaces de anunciar el
Evangelio con entusiasmo y sabiduría, de encender la esperanza allá donde las
cenizas han cubierto los brazos de la vida, y de generar la fe en los desiertos
de la historia. Javier tenía un carácter
moldeado por el Espíritu Santo, que
a su vez influía en sus predicaciones edificándonos a los que le escuchamos, un
carácter que debería estar presente en todos los sacerdotes para enseñar y
capacitar a los hijos de Dios, es lo que requiere y necesita la iglesia para
que pueda crecer, ser edificada y llevar a cabo su llamado.
Hablar de la persona
de Javier Rodríguez Couce seguro que el
susbstantivo bondad es el más acertado: bondad de corazón, bondad de
conducta. Bondad: condición de las personas –recurro al diccionario
académico- “natural inclinación a hacer
el bien.” Según Aristóteles, la bondad se dice de varias maneras. Por lo menos
de las que aluden los versos famosos de Antonio Machado: “Y más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy en el buen
sentido de la palabra bueno.”
Cuando nos despegamos de nuestras comodidades, de las
rigideces de nuestros esquemas y de la presunción de haber llegado ya, y
tenemos la valentía de ponernos en la presencia del Señor Él puede retomar su
trabajo en nosotros, nos plasma y nos transforma.
“Reconoced que el
Señor es Dios; él nos hizo y no nosotros a nosotros mismos; pueblo suyo somos y
ovejas de su prado” (Sal. 100:3). El gran propósito de Dios respecto a Su
pueblo es hacerlo conforme a la imagen de Su Hijo Jesús. Dios se siente tan complacido con Jesús que quiere que nosotros y otros
sean semejantes a Él. El objetivo que tiene Dios para con nosotros, es
transformar nuestra vida, eliminar todo lo que estorba y moldearnos hasta que
en nosotros surja la imagen de Cristo.
Necesitamos testimonios
como el de Javier Rodríguez Couce, de curas santos, que se entregan y desviven por los
demás.
Su partida ha dejado
entre nosotros los frutos abundantes de quien, como San Pablo, ha "corrido
bien la carrera". Para quienes tenemos fe, sabemos que, como dice San
Pablo, todo sucede para bien de los que aman a Dios (Rm. 8:28) Existen eventos
en nuestra vida, sin embargo, episodios que nos recuerdan que aceptar esta
verdad no siempre es fácil
En su memoria traigo aquí dos pensamientos de Benedicto XVI sobre el sacerdote. Los dos pueden aplicarse a este hombre bueno que se nos marchó a la Casa del Padre con cincuenta años. Decía el papa Emérito: “Jesús nos ha mirado con amor precisamente a cada uno de nosotros, y debemos confiar en esta mirada (...) No debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido.
Descansa en paz amigo, Javier
José Carlos Enríquez Díaz
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