La confesión, lavadora de pecados.
Cuántas veces se nos ha presentado el Dios del Antiguo Testamento
como un personaje duro, rencoroso, guerrero. Y es cierto que buen número de
textos así lo caracterizan. Se enfada, monta en cólera, amenaza con destruir a
los pecadores, al pueblo, a la tierra
entera…
Con el tiempo, el Dios de Israel aparece como un Dios «perdonador»: «Pero tú, Dios del
perdón, compasivo y misericordioso, paciente y lleno de amor no los
abandonaste» (Neh 9,17).
Conforme a la «justicia» del talión, el Catecismo supone que el
principio y la ley de la venganza siguen vigentes para los cristianos (por lo
menos en cuantos ciudadanos de este mundo). Por eso afirma que los
representantes de la sociedad pueden (deben) imponer unas penas proporcionadas
a la gravedad del delito y añade que esas penas tienen el efecto de compensar
el desorden introducido por la falta.
Una nueva exégesis, que vincula el mensaje de Jesús al de Pablo
(justificación del pecador), reinterpreta el Evangelio en clave de gratuidad,
afirmando que Jesús (en contra de Juan Bautista) fue mensajero de la gracia de
DIOS y no del JUICIO. Sólo en esta línea se entiende su vida, su anuncio de
reino, su forma de relacionarse con los «pecadores» y expulsados del Sistema no
vino a ponerles ante la amenaza del JUICIO, si no a ofrecerles (con gestos y
palabras) el perdón incondicional, la total solidaridad ante el reino. Jesús no
fue profeta escatológico del JUICIO divino, mensajero de castigo, sino mesías
del reino, portador de la gracia del
Padre.
Esta
experiencia de gracia y perdón pascual pertenece al conjunto de la comunidad
cristiana. Ni Lucas ni Juan (ni Mt 18,18-20) lo reservan a los Doce (o a los
obispos los presbíteros posteriores), como si la autoridad del perdón motivara
el surgimiento de una nueva jerarquía sacral. En contra de eso, el perdón vincula
a todos los creyentes; no es algo que se deba encerrar en un estamento clerical.
No es un perdón barato o indiferente (una afirmación de que todo da lo mismo),
sino un perdón comprometido, creador,
reconciliador, que puede, por tanto, rechazarse. La gracia cara es el Evangelio
que siempre hemos de buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a
la que se llama. La gracia es cara porque obliga al hombre a someterse al yugo
del seguimiento de Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi yugo
es suave y mi carga ligera».
Es cara porque llama al seguimiento, es gracia porque llama al
seguimiento de Jesucristo; es cara porque le cuesta al hombre la vida, es
gracia porque le regala la vida; es cara porque condena el pecado, es gracia
porque justifica al pecador.
En la larga historia de la
Iglesia católica, la confesión de los pecados de los feligreses al sacerdote,
no fue siempre una obligación.
En el
siglo XIII uno de los concilios lateranenses celebrados en el antiquísimo
palacio romano de Letrán,-construido en tiempos del Imperio y convertido a
posteriori en residencia Papal-, impuso la confesión privada al menos una vez
al año para redimir los pecados.
En el
siglo XVI vendrá el concilio de Trento y la Iglesia, acosada por todas partes,
querrá reafirmar su control social con una obligación más estricta de la
confesión de los fieles.
La
confesión dio ocasión a que algunos clérigos sucumbiesen a algunas tentaciones
al confesar a ciertas mujeres a quienes podían desear. Surge así
la solicitación, que muchos eruditos han estudiado tanto para el caso de España
como para el de América, en la que franciscanos, jesuitas, o clero secular
directamente, o mediante terceras personas (generalmente mujeres) solicitaban
los favores sexuales de ciertas
feligresas.
Hay que
tener en cuenta que el sacerdote estaba en una posición social dominante
respecto de la mayoría de la población, de forma que «solicitar» a una mujer
humilde, pobre, sola o esclava ciertos favores, situaba a esta en la disyuntiva
de desobedecer a quien se consideraba persona sagrada o aceptar, con el cargo
de conciencia que en este caso sufriría.
Los ricos
gozaban, además, de otro medio de verse liberados de las obras de penitencia:
podían hacer que otra persona las cumpliera por ellos, compensándola
económicamente. Por lo general eran los pobres y los monjes los que hacían
penitencia en lugar de los pecadores ricos
En el
Antiguo Pacto, los fieles tenían que aproximarse a Dios a través de los
sacerdotes. Los sacerdotes eran mediadores entre Dios y el pueblo. Los
sacerdotes ofrecían sacrificios a Dios en nombre de la gente. Eso ya no es
necesario, porque por el sacrificio de Jesucristo, podemos aproximarnos al
trono de Dios confiadamente (Hebreos 4:16). Con la muerte de Jesús, el velo del
templo se rasgó por la mitad, destruyendo así el símbolo de la pared divisoria
que había entre Dios y la humanidad. Podemos acercarnos a Dios directamente por
nosotros mismos, sin el uso de un mediador humano. ¿Por qué? Porque Jesucristo es nuestro Sumo Sacerdote
(Hebreos 4:14-15; 10:21), y el único
mediador entre Dios y nosotros (1 Timoteo 2:15). El Nuevo Testamento enseña que
debe haber ancianos (1 Timoteo 3), diáconos (1 Timoteo 3), obispos (Tito
1:6-9), y pastores (Efesios 4:11)
Con respecto al sacramento de la penitencia, el Vaticano II
inculca que se tomen en consideración el carácter social/eclesial del pecado y
de la conversión (además, por supuesto, del carácter teológico), así como la
participación de la Iglesia en la acción penitencial (LG 11; SC 109; PO 5). Éstas son algunas características o
aspiraciones (signos de los tiempos) de (muchos) cristianos de hoy que deberían
estar presentes en el proceso penitencial sacramental. Por eso, el Concilio de
1962-1965 desea que se reforme el Ritual de la penitencia: «Revísese el rito y
las formas de la penitencia de manera que reflejen con mayor claridad la
naturaleza y el efecto del sacramento» (Se 72). La misma constitución conciliar
había animado a poner de relieve la dimensión comunitaria de las acciones
litúrgicas, y el sacramento de la penitencia es una de éstas: «Siempre que los
ritos, según la naturaleza propia de cada uno, admitan una celebración común,
con asistencia y participación activa de fieles, hay que inculcar que ésta debe
ser preferida, en cuanto sea posible, a una celebración individual y casi
privada» (Se 27).
La Reforma
Protestante acabó de un plumazo con este ridículo rito, sin principio ni
fundamento. Las confesiones consistían en pedir consejos a las autoridades
religiosas, pero nunca una absolución, pues el protestante cree que sólo Dios
es quien puede perdonar los pecados y no los hombres en su representación.
Muchos
católicos no se confiesan hoy en día, considerando que su religiosidad es cosa
personal e íntima.
Así pues, Conozco personas que buscaban una vida espiritual dentro
del cristianismo y que han huido hacia otras opciones religiosas. Personas que
no han encontrado el alimento espiritual que esperaban en el cristianismo. Que
se han ido sin saber siquiera qué es. Que creen que el cristianismo consiste en
cumplir con una serie de ritos y mandamientos, con el objetivo de ganarse la
entrada a un cielo de ultratumba. Que observan cómo hay quienes utilizan la
celebración del perdón como lavadora mágica de culpas y delitos para seguir con
su actitud culposa y a veces delictiva, con la torticera idea de que pueden burlar
la justicia divina. Que les da la impresión de que a Dios le importa más
nuestra vida íntima que la necesaria solidaridad entre sus hijos más
afortunados y los más desfavorecidos. Que ven cómo las celebraciones, ¡las
fiestas!, se convierten en obligaciones, bajo amenaza de castigo eterno.
En la
actualidad, ya no es posible seguir manteniendo una comunidad de fe basada en
el miedo, ni siquiera amenazando con un castigo eterno en un hipotético
infierno. Se debe rescatar la Buena
Noticia, que es de alegría, de banquete, de fiesta compartida, en esta vida
antes que en la próxima, donde los caídos se levantan, los atemorizados hablan,
los cegados ven la luz de Dios, los zancadilleados tienen una segunda
oportunidad, los diáconos rescatan su vocación de servicio y los obispos
reviven sus orígenes como protectores y guías activos en el crecimiento
espiritual de la comunidad.
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