El certificado digital verde, ¿más seguridad o menos libertad?
Francia ha empezado a desplegar un complejo arsenal
normativo para incitar a la población a vacunarse y vetar buena parte de la
vida social a quienes se nieguen a inmunizarse.
El gobierno francés despliega un arsenal normativo para
incitar a la población a vacunarse, entre protestas, de momento minoritarias,
que hacen temer una nueva oleada como la que colocó en aprietos hace dos años
al presidente Macron.
En los cines de París
era necesario mostrar el certificado y un documento de identidad. En las
puertas del museo del Louvre, en la capital francesa, había que mostrar el
certificado y el billete reservado con antelación. Al pie de la Torre Eiffel,
se habían instalado unas carpas donde, por 25 euros, los turistas sin
certificado podían hacerse la prueba de antígenos.
De este modo, a partir del 9 de agosto, tal como preveía el
Gobierno galo, se exigirá el certificado sanitario —prueba covid negativa
reciente, certificado de vacunación completa o certificado de recuperación—
para entrar en un bar o restaurante, incluso en una terraza, para desplazarse
en un tren de largo recorrido o en un vuelo nacional, así como para pacientes
no urgentes y visitantes en los establecimientos de salud y las residencias de
ancianos.
El discurso de
Macron, anunciando que sin este documento no se podrá entrar a partir de agosto
en bares y restaurantes, provocó un aluvión de peticiones de cita para
vacunarse. El 79% de los galos se muestra ahora dispuesto a ponerse la
inyección, cinco puntos más en una semana, mientras que el 16% se niega y el 5%
todavía no sabe lo que hará, según el mismo sondeo. Estas dos medidas en
particular también han dividido a los franceses, con miles de personas que
salieron a las calles para oponerse a su implementación durante los últimos
tres fines de semana. A pesar de esto, el Gobierno ha sido firme con su
intención de comenzar a hacer cumplir el proyecto de ley de crisis de salud a
partir del 9 de agosto, luego de la decisión del consejo, hasta al menos el 15
de noviembre.
Unas 160.000 personas
se manifestaron por todo el país. En los Campos Elíseos parisinos la policía
reprimió con violencia las protestas, que también condenaron la obligación de
la vacunación para el personal sanitario. "El hecho de que se nos prive de
nuestra libertad de movimiento cuando no podemos presentar un certificado
sanitario, me parece absolutamente escandaloso", se quejaba uno de los
manifestantes.
En Italia se vivió durante el fin de semana un ambiente
similar. Allí el 'pasaporte sanitario' ha adoptado el nombre de 'Green Pass',
aunque incluye las mismas obligaciones. Aprobado por el Gobierno de Mario Draghi, entrará en vigor el seis
de agosto, y que al igual que en Francia, será necesario para acceder al
interior de bares, restaurantes, cines, museos o gimnasios.
"El certificado
Covid es una obligación injusta. No se puede restringir la libertad, va en
contra de la Constitución, pero hay un decreto que lo impone...aunque puede que
el Tribunal Constitucional lo derogue en los próximos meses", explicaba un
ciudadano italiano.
Debido al brote de Covid-19, se están adoptando una serie de
medidas a nivel de la UE y nacional en diferentes ámbitos para proteger la
salud pública, la economía pero, sobre todo, a los trabajadores y sus empleos y
sus ingresos. Las circunstancias excepcionales exigen, de hecho, medidas
excepcionales.
Sin embargo, las
restricciones a los Derechos Humanos llevadas a cabo por los gobiernos parecen,
en efecto, extenderse en todo el mundo y en Europa casi tan rápidamente como el
propio virus
Atravesamos una época
en la que las libertades están restringidas por razones de salud pública que
imponen que la vida humana se asegure, vivimos un momento en el que las
garantías individuales se ven suspendidas. En algunas partes del mundo los
estados han implementado estrategias que limitan y restringen la libertad de
locomoción, tránsito y circulación para evitar la propagación masiva del virus.
Para aquellos quienes defendemos la libertad, la injerencia del estado en
nuestra esfera de libertades siempre será una cuestión de alerta.
Tampoco debemos
olvidar que los acuerdos con las farmacéuticas han sido polémicos en parte por
la confidencialidad, en parte por las cláusulas que derivan la responsabilidad
patrimonial a las Administraciones, en base precisamente a la premura en la que
se ha desarrollado la vacuna y se está instaurando la vacunación. Me pregunto ¿quién paga ahora los efectos secundarios de
las vacunas en la población después de que, como corderitos, hemos aceptado
ciegamente lo que nos han puesto, sin más información que la que recibimos a
través de los medios de prensa? ¿Quién indemniza a las familias que han perdido
seres queridos por culpa de las vacunas? Dado que los estados de la Unión
Europea han eximido a los laboratorios de responsabilidades, la cosa no está
nada clara. Como siempre, el que va a llevar la peor parte es el más débil.
Llegará un momento en que, además, ya no será fácil
relacionar nada de lo que ocurra con la vacuna. “A largo plazo, los efectos
secundarios son tremendamente difíciles de vincular a la vacuna, demostrar su
relación causa-efecto. Con el paso del tiempo, ocurren tantas cosas en la
persona, que achacárselo a la vacuna será muy complicado.
En una situación
ideal, las vacunas deberían estar a disposición de los ciudadanos en las
farmacias, como cualquier otro medicamento, permitiendo a éstos acceder
libremente a ellas. Lejos de esta situación, estamos ante una requisa, en la
medida que es la propia Administración
la que decide cómo, cuándo y a quién se administran las dosis.
¿Cuál es el criterio
que se ha seguido para tomar estas decisiones? Y aún más importante, ¿quiénes y
en virtud de qué, se arrogan el poder de suplantación de la decisión y libertad
de cada uno sobre su propia salud, cuestión esta que ampara la Ley de Sanidad,
la propia Constitución y la Declaración Universal de Derechos Humanos a la que
estamos acogidos? ¿Qué ha ocurrido con las dosis comprometidas por unos
contratos que ahora vemos cómo se incumplen?
Tocará permanecer atentos a las disposiciones de los estados
para garantizar que efectivamente las medidas no se extralimiten -en forma y
temporalidad- y acaben por arrebatar de manera permanente nuestras libertades.
Dicen que el precio de la libertad es la eterna vigilancia…
Para Aristóteles los
esclavos carecían de la capacidad de tomar decisiones sobre su vida por un
impedimento más interno que externo: si los esclavos derivados de las
conquistas estaban sometidos exteriormente al yugo del opresor, aquellos que lo
eran por naturaleza no estaban dotados de la capacidad reflexiva necesaria para
toda deliberación racional, lo que implicaba que, aun siendo liberados, siempre
necesitarían de un señor que los guiara para emplear adecuadamente aquello para
lo que sí estaban facultados: estar al servicio de quien les dijera qué hacer.
No estamos tan lejos
de aquella esclavitud de la que hablaba Aristóteles ni de aquel libre albedrío
que analizó Agustín de Hipona.
¿Nos hemos convertido en seres reificados que son valorados por lo que “sirven”
al sistema? ¿Son alimentados nuestros deseos para que, cegados por ellos y
movidos por el imperativo y la obligación de consumir, gozar y ganar, no
sepamos renunciar para saber real y reflexivamente qué queremos? ¿Estamos en
una sociedad que alimenta el libre albedrío pero no la libertad? Y si nos somos
libres, ¿somos esclavos? ¿De quién… de qué?
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