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Nuestro obispo nos hace una importante petición: "no dejéis de rezar por mí"

 

Para concluir un último deseo: no dejéis de rezar por mí. Sé que durante estos meses ya lo habéis estado haciendo en la petición de un pastor a imagen del Buen Pastor. Os pido que lo sigáis haciendo. Y ayudadme en esta tarea que estreno, desde la corrección fraterna, para que pueda ser un instrumento bueno en las manos de Dios.

Sentídeme xa como irmán e amigo. Unha aperta de irmán» Afirma.

“Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos, porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta. Permitidles que lo hagan con alegría y no quejándose, porque eso no sería provechoso para vosotros (Heb. 13:17)

Según Benedicto XVI, "sin la oración se corre el riesgo de olvidar el alma profunda de nuestras ocupaciones para convertirlas en mero activismo, dictado por nuestros criterios y sentimientos".

Jesús es el primero de todos los orantes que ha pedido la ayuda de su Padre. Sabe que “Dios le ha dado todo” (cf Mt 11, 25-27), pero al mismo tiempo todo lo pide como don, como regalo que recibe de su gracia. Siguiendo a Jesús, los cristianos también piden, de manera que Dios viene a revelarse para ellos como aquel que les escucha y les responde.

Los cristianos saben que la petición es infalible: “Pedid y se os dará; buscad y hallaréis; llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, el que busca halla y al que llama se le abre” (Mt 7, 7-8). Las peticiones llamadas y búsquedas del mundo acaban muchas veces en fracaso. Dios es diferente: la puerta de su corazón se mantiene siempre abierta, atentos a sus oídos, despierta su mirada. Dios nos oye por el Cristo, de manera que todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, os lo dará” (Jn 16,23).

Toda petición tiende hacia el reino, como dice Jesucristo: “buscad primero el reino y su justicia, y todas las restantes cosas se os darán por añadidura” (Mt 6,33).

Los creyentes de Jesús sabemos que Dios mira, atiende, escucha. Dios conoce las necesidades de los hombres y responde a sus llamadas. Frente a un dios de pura ley que tiene escritos sus caminos de antemano, hemos hallado a un Dios de amor que hace camino con los hombres, sus hijos, sus hermanos. Por eso le invocamos, pidiéndole ayuda y compañía.

Pablo estaba tan consciente de su necesidad por las oraciones de los santos, que rogaba por “ayudantes en oración” por todas partes. Le rogó a los romanos: “Pero os ruego, hermanos, por nuestro Señor Jesucristo y por el amor del Espíritu, que me ayudéis orando por mí a Dios, para que sea librado” (Romanos 15:30-31). Y le pidió a los tesalonicenses: “Hermanos, orad por nosotros.” (1 Tesalonicenses 5:25).

En griego, la palabra “ayudéis” aquí significa “luchar conmigo como compañero en oración; pelear por mí en oración”. Él estaba rogando: “Pelea por mí en oración, Haz batalla espiritual tanto por mí, como por la causa del evangelio.”

En el corazón de Dios está que nos amemos y que podamos reconocer a Cristo en cada una de las personas que forman parte de nuestras congregaciones, de ese modo, todo lo que haremos será como para agradar a Dios, y no a los hombres como nos dice su hermosa palabra.

Los obispos no pueden ganar la batalla a solas; necesitan que intercesores comprometidos les levanten en oración ferviente y específica.

¡Los pastores son humanos! afrontan los mismos retos que su pueblo afronta. Necesitan el ánimo y el apoyo de aquellos a quienes guían.

Orar es un acto de fe, pero también es un acto de amor; debemos orar por nuestros hermanos en la fe, incluso, también debemos orar por nuestros enemigos. Cultivar la oración es muy importante en el propósito de estar en constante peticiones por el bien de nuestro semejante. Cuando no intercedemos por los demás estamos siendo negligentes en la búsqueda del bien, ya que la Biblia nos pide hacer siempre el bien.

Necesitamos extender nuestra visión, dejar de pensar en nosotros mismos, en nuestras necesidades, necesitamos desprendernos de “el yo estoy bien, no me importan los demás”

1 Timoteo 2:1 Exhorto, pues, ante todo que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres.

Oremos para que el testimonio de nuestro obispo Fernando sea genuino, y que él nunca haga cualquier cosa de la cual tenga que esconder a los demás de otros. (1 Tim. 1:5, 3:7; Efes. 6:10-12)

Oremos para que nuestro obispo enfoque la atención en la Palabra de Dios y camine en el temor del Señor  – más que en el temor del hombre – cuando prepare sus pastorales. Para que él trate de complacer a Dios en vez de a los hombres, y busque la santidad en vez de la alabanza de los hombres. (Hech. 6:4; Prov. 19:23; 2 Tim. 2:15; Heb. 11:6; 2 Tim. 4:1-2)

Pidamos a Dios también para que nuestro obispo sea un hombre de fe y de amor apasionado para con Dios, sin entregarse a las preocupaciones, miedos, o a un espíritu tenso y ansioso. (1 Juan 4:18; Prov. 3:5-6), para que él sirva al Señor con gozo, y motive a la congregación a adorar a Dios en un espíritu rendido y gozoso. (Isa. 61:3) Para que la fuerza del Espíritu Santo que Jesucristo comunicó a los santos Apóstoles y, por ellos a sus sucesores, fortalezca a nuestro obispo electo Fernando a fin de que ejerza sin reproche su ministerio y apaciente con santidad a esta Iglesia particular que le ha sido encomendada.

“Había en Cesarea un hombre llamado Cornelio, centurión de la compañía llamada ‘la Italiana’, piadoso y temeroso de Dios con toda su casa, y que hacía muchas limosnas al pueblo y oraba siempre a Dios” (Hechos 10:1-2).

La vida de Cornelio prueba que Dios busca una devoción de todo corazón, obediencia, y oración sin cesar. Considere las maneras en que este devoto hombre de Dios salvó a su casa y los milagros que resultaron por su devoción.

Cornelio estaba tan determinado a que él y su casa vinieran a la plenitud de Dios, que él realmente se negó a comer para buscar a Dios.

¡Este hombre Cornelio debería avergonzarnos a todos! Lo que él había aprendido, lo había logrado de manera difícil, sin seminarios, sin convenciones, sin libros de cómo recibir de Dios. Los hombres que oran, siempre atraen la atención de Dios; y el hombre que ora escucha a Dios hablar. Esto ha sido siempre así desde el comienzo.

Ciertamente, es un misterio que nosotros le podamos suplicar a Dios, pidiendo su ayuda en nuestra vida. El mismo Dios omnipotente se ha dejado emocionar por nuestra voz, cuando recibe nuestras peticiones. El mismo Jesucristo la ha comparado a un padre de la tierra: no necesita del hijo, pero goza cuando el hijo le suplica y pide su asistencia.

 José Carlos Enríquez Díaz

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