El papa habla del servicio desinteresado, del perdón y la comunión y me recuerda el vicario que no llegó a ser obispo….
Cuando se habla de "trepas" en el contexto de la
Iglesia, se hace referencia a personas que, motivadas por la ambición personal,
buscan ascender en la jerarquía eclesiástica sin necesariamente enfocarse en
los valores fundamentales del servicio, la humildad y la entrega pastoral. Esta
actitud contrasta con el ideal cristiano, donde el liderazgo se entiende como
un acto de servicio desinteresado.
En este sentido, la figura del "trepa" en la
Iglesia podría describirse como alguien que, al igual que quien escala una
estructura como un castillo, busca avanzar con fines de poder o prestigio,
utilizando estrategias como la manipulación, la autopromoción o el
establecimiento de relaciones convenientes. Sin embargo, la estructura
jerárquica y los valores espirituales de la Iglesia están diseñados, en teoría,
para frenar estos intentos de ascenso basado en la ambición personal.
Es fundamental que los líderes religiosos recuerden que
su verdadero papel es servir a sus comunidades con humildad y amor, tal como lo
enseñó Jesús en el Evangelio. Solo a través del ejemplo de una vida coherente
con estos valores pueden recuperar la confianza y el respeto de los fieles, y
revitalizar el espíritu de servicio dentro de la iglesia.
En la Iglesia, como en cualquier institución, existen
personas que, movidas por la ambición y el afán de poder, buscan ascender
rápidamente en la jerarquía sin necesariamente priorizar los valores de
servicio y humildad que deben caracterizar el liderazgo eclesial. Estos “trepas”
se enfocan en obtener poder e influencia, utilizando conexiones o destacándose
por razones más estratégicas que pastorales. Sin embargo, la estructura de
la Iglesia, con sus procesos de selección rigurosos, a menudo frustra estas
intenciones, priorizando en los puestos de mayor responsabilidad a quienes
demuestran una vocación genuina y un compromiso auténtico con la misión
espiritual y el bienestar de la comunidad.
Es el caso de algunos vicarios, impulsados por la ambición
y el deseo de escalar posiciones dentro de la jerarquía eclesiástica,
intentaron sin éxito alcanzar el cargo de obispo. A pesar de sus esfuerzos por
sobresalir y ganar influencia, sus aspiraciones se vieron frustradas, ya sea
por decisiones superiores, la falta de cualidades pastorales necesarias, o por
no cumplir con las expectativas de liderazgo y humildad que exige la Iglesia.
El Papa ha advertido de que el carrerismo «una de las
formas más horribles de mundanidad» El Papa Francisco ha condenado la
actitud de los eclesiásticos obsesionados por la idea de «hacer carrera» y ha
advertido de que es como «la peste», al señalar que es «una de las formas más
horribles de mundanidad».
Recuerdo muy bien el comentario que me hacía un
misionero, hombre de Dios y con problemas de salud, como en una ocasión un
vicario le asignaba una tarea que requería esfuerzo físico para su estado de
salud y además esa tarea estaba fuera de sus responsabilidades, claramente
destinadas a desgastarlo física y emocionalmente. Sin justificación aparente
más allá de un deseo de subyugarlo. ¡Por suerte ese vicario nunca llegó a ser obispo!
El abuso de poder de ese vicario reflejaba una profunda
desconexión con los valores de humildad y servicio que predicaba en la Iglesia.
Este tipo de comportamientos, lamentablemente, revelan cómo las estructuras
jerárquicas pueden ser utilizadas para el control y la opresión, en lugar de
para el apoyo y la colaboración que deberían caracterizar la vida en comunidad
cristiana.
La reputación de un clérigo entre sus colegas, superiores, o
la comunidad puede afectar su posibilidad de ser promovido. A veces, aquellos
que buscan activamente el poder o el prestigio, pueden ser percibidos como
menos aptos para el cargo de obispo, que se espera sea una figura de servicio y
humildad.
Algunos líderes religiosos se alejan de los principios de
humildad, servicio y amor al prójimo que promueve el Evangelio, buscando
beneficios personales o materiales. Esto ha causado escándalos y ha debilitado
la confianza de los fieles en las instituciones religiosas.
En el análisis psicológico de la ambición pueden observarse
siempre la huida y el desinterés de la grandeza por sí misma, al mismo tiempo
que la búsqueda de las apariencias que producen el mismo resultado. El
ambicioso acepta hipócritamente la ruindad, el empequeñecimiento y rebajamiento
que lleva en sí y, movido por la soberbia, se esfuerza por conquistar falso
ascendiente y preponderancia sobre los demás.
La ambición constituye, junto a la presunción y
vanagloria, el vicio que se opone, por exceso, a la magnanimidad en el deseo
del apetito irascible por conquistar injustamente honores inmerecidos. Dicho
vicio se dirige directamente a la consecución de los honores que son el
resultado de la realización de grandes empresas. Y como el honor humano se basa
en los juicios de los hombres, el ambicioso se deja arrastrar por el instinto
de conseguir aquél por el camino más corto y menos costoso, en vez de intentar
merecerlo mediante la realización de obras auténticamente grandes.
En el análisis psicológico de la ambición pueden observarse
siempre la huida y el desinterés de la grandeza por sí misma, al mismo tiempo
que la búsqueda de las apariencias que producen el mismo resultado. El
ambicioso acepta hipócritamente la ruindad, el empequeñecimiento y rebajamiento
que lleva en sí y, movido por la soberbia, se esfuerza por conquistar falso
ascendiente y preponderancia sobre los demás.
El hombre ha de reconocer el honor y dignidad de que fue revestido por su Creador y conservarlos con legítimo orgullo; pero, al mismo tiempo, ha de referirlos a Dios y emplearlos en provecho del prójimo por constituir un bien que, por su misma naturaleza, debe tender a difundirse desinteresadamente entre los demás. «Cuando el hombre, escribe Häring, ambiciona una dignidad sin referencia a Dios, que no se funda en el acrecentamiento de sus valores espirituales ante Dios, sino que sólo quiere aparecer grande ante los hombres, entonces es la ambición quien lo guía» (B. Häring , La Ley de Cristo). El hombre debe ambicionar ser grande, pero para el bien de la sociedad y para honra de Dios. Cristo reprueba tajantemente todas aquellas actitudes con las que el hombre mancilla sus acciones por intenciones vanidosas: «para ser vistos por los hombres» (Mt 6, 1) o «para ser alabados por los hombres» (Mt 6, 2). No hay que hacer las obras con el fin de cosechar honra, sino hacer que aquéllas fluyan de un corazón puro y evitar toda ostentación. Jesús pone de manifiesto la gravedad de estas intenciones ambiciosas; es comparable a las transgresiones de los preceptos
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