Fernando García Cadiñanos nos invita a renovar nuestra fe y misión eclesial
Nuestro obispo, Fernando Garcia Cadiñanos, nos invita el próximo
domingo a unirnos juntos a la inauguración del jubileo que tendremos en
Ferrol el día 29 a las 12:30 horas en la iglesia del Carmen y
peregrinaremos hasta la concatedral para celebrar allí la eucaristía. Os
invito a que, durante el año, peregrinéis también personalmente, en familia, en
comunidad… hacia alguna de nuestras cuatro iglesias jubilares: allí podréis
degustar, como se establece, esta esperanza que nos lleva a la misericordia.
El año 2025 es un Año Santo Jubilar. Con una
cadencia de veinticinco años, la Iglesia celebra esta tradición que tiene sus
orígenes en la propia ley mosaica: en la sagrada escritura se invitaba a que
cada cincuenta años se celebrase un año especial en el que la tierra, de la que
Dios era el único propietario y que la había repartido justamente entre su
pueblo, volviera al antiguo dueño, se perdonaran las deudas y los esclavos
recuperaran la libertad. Era un deseo hecho institución de mantener en el
pueblo de Israel una comunidad fraterna, donde todos tuvieran lo necesario para
vivir y se recuperara la armonía primitiva de la creación.
El Año Santo Jubilar es un tiempo extraordinario de
gracia que la Iglesia ofrece para renovar nuestra relación con Dios, con los
demás y con la creación. Es una invitación a detenernos en el camino de la
vida cotidiana para reflexionar sobre cómo vivimos nuestra fe, cómo construimos
nuestras relaciones y cómo cuidamos del mundo que Dios nos ha confiado. En este
tiempo especial, somos llamados a abrir nuestro corazón al amor y a la
misericordia de Dios, que desea profundamente hacer nuevas todas las cosas y
renovarnos en lo más íntimo de nuestro ser.
La misericordia de Dios es el centro y el corazón del Año
Jubilar. A través de ella, se nos concede la oportunidad de reconciliarnos con
Él, de sanar las heridas que nos alejan de los demás y de restablecer una
relación armoniosa con nuestra casa común. Es un tiempo para reconocer nuestras
fallas, arrepentirnos sinceramente y dejarnos transformar por el poder del
perdón. Las indulgencias que la Iglesia ofrece durante el Jubileo son un signo
visible de esta misericordia que nos libera y nos sana, permitiéndonos experimentar
una reconciliación más plena y un gozo profundo en nuestra vida espiritual.
El Año Jubilar también tiene un sentido comunitario: es
una llamada a compartir la alegría de la fe con los demás y a fortalecer los
lazos que nos unen como hermanos y hermanas en Cristo. Nos invita a
participar activamente en la vida de nuestra comunidad, a vivir el Evangelio de
manera más auténtica y a comprometernos en obras de caridad que reflejen el
amor de Dios. Es un tiempo para redescubrir el gozo de servir a los demás,
especialmente a los más necesitados, y para renovar nuestra vocación de ser
instrumentos de paz y reconciliación en un mundo dividido por tantas
injusticias y conflictos.
Además, el Jubileo nos recuerda nuestra responsabilidad como
custodios de la creación. La casa común que habitamos es un regalo de Dios que
debemos cuidar con esmero y respeto. En este sentido, el Año Santo Jubilar nos
impulsa a adoptar un estilo de vida más sostenible y solidario, a reflexionar
sobre nuestras acciones y a trabajar juntos por un futuro más justo y
equilibrado para las generaciones venideras. Este llamado al cuidado de la
creación es inseparable de nuestra fe, porque, como enseña el Papa Francisco,
todo está interconectado: nuestra relación con Dios, con los demás y con el
medio ambiente forman parte de una misma realidad.
En última instancia, el Año Jubilar es una oportunidad para
vivir la experiencia transformadora de un Dios que no solo nos perdona, sino
que también nos libera, nos sana y nos renueva profundamente. Es un tiempo para
recuperar el gozo de vivir la fe, para reencontrarnos con la belleza de un Dios
que siempre está dispuesto a acogernos con los brazos abiertos y para
comprometernos en un camino de conversión que transforme no solo nuestra vida
personal, sino también nuestras relaciones y nuestro entorno.
Que este Año Santo Jubilar sea para todos nosotros un
verdadero tiempo de gracia, un momento para abrir el corazón a la acción
renovadora del Espíritu Santo y para comprometernos con una vida más plena, reconciliada
y en armonía con la creación. A través de este camino de renovación, que
podamos redescubrir el gozo de vivir como hijos e hijas de un Dios que es Amor,
llevando esa luz a los demás y trabajando juntos por un mundo más justo,
solidario y fraterno.
La frase “La esperanza no defrauda” (Rom 5,5) resuena
como un faro de luz en medio de las incertidumbres y desafíos de la vida. San
Pablo, en su carta a los Romanos, nos recuerda que la esperanza no es un mero
deseo o ilusión pasajera, sino una virtud profundamente arraigada en nuestra
relación con Dios. Es una certeza que brota de la fe y que se alimenta del amor
de Dios derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo.
La esperanza cristiana no se basa en nuestras fuerzas ni en
las circunstancias externas, sino en la fidelidad de Dios, quien nunca falla.
Es una confianza inquebrantable en que Él cumple sus promesas y camina a
nuestro lado, incluso en los momentos más oscuros. Por eso, esta esperanza no
defrauda; porque no depende de lo que podamos alcanzar o controlar, sino del
amor infinito de Dios que nos sostiene, nos guía y nos renueva constantemente.
El amor de Dios es la fuente de esta esperanza. Como señala
el apóstol, este amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo, que actúa en nosotros como consuelo, fortaleza y guía. En cada prueba,
el Espíritu nos recuerda que no estamos solos, que Dios ha trazado un plan de
salvación para nuestra vida y que nuestras luchas tienen un sentido en su
designio eterno.
La esperanza que no defrauda no significa la ausencia de
dificultades, sino la certeza de que Dios nos acompaña en ellas. En los
versículos anteriores a Romanos 5,5, Pablo habla de cómo las tribulaciones
producen paciencia, la paciencia virtud probada, y la virtud probada esperanza.
Este camino nos enseña que la esperanza no es ingenuidad, sino una fortaleza
interior que se forma y se afirma en la prueba, confiando en que Dios
transforma todo para nuestro bien.
Cada sufrimiento que atravesamos puede ser una
oportunidad para crecer en confianza y dejar que Dios actúe en nuestra vida.
Así, la esperanza se convierte en un ancla que nos mantiene firmes cuando las
tormentas de la vida intentan desbordarnos. No estamos solos; Cristo, que
venció al pecado y a la muerte, nos asegura que con Él siempre hay una salida,
una nueva oportunidad, una victoria.
Vivir y testimoniar la esperanza
“La esperanza no defrauda” también es una llamada a ser
testigos de esa esperanza en el mundo. Vivimos en una sociedad muchas veces
marcada por el desencanto, la desesperanza y la búsqueda de sentido. Como
cristianos, estamos llamados a ser portadores de una esperanza activa que
ilumine la vida de quienes nos rodean. Esto implica confiar en Dios incluso
cuando las circunstancias parecen adversas y trabajar para construir un mundo
más justo y fraterno, reflejando el amor de Dios en nuestras acciones.
Ser testigos de la esperanza significa también ofrecer
consuelo a quienes sufren, compartir con ellos la alegría de saber que Dios
nunca los abandona y que siempre hay un horizonte de renovación y vida. Es
proclamar con nuestras palabras y obras que el mal y el sufrimiento no tienen
la última palabra, porque el amor de Dios, manifestado en Cristo, ya ha
triunfado.
Una esperanza que transforma
Finalmente, la esperanza que no defrauda nos invita a mirar
más allá de lo inmediato y pasajero, hacia la promesa de vida eterna que Dios
nos ofrece. Esta esperanza nos transforma, dándonos fuerza para perseverar,
alegría para vivir y valentía para enfrentar cualquier adversidad. Nos impulsa
a amar más profundamente, a servir con generosidad y a confiar plenamente en
que Dios siempre actúa a favor de los que le aman.
Confiemos en esta esperanza que nunca defrauda, porque está
cimentada en el amor inquebrantable de Dios. Que esta certeza nos llene de paz
y alegría, y que, como San Pablo, podamos proclamar con firmeza que, en Cristo,
todo tiene sentido y todo encuentra su plenitud.
Vivimos tiempos difíciles en el ámbito eclesial, tiempos
que nos interpelan profundamente. La transmisión de la fe, una tarea que
durante siglos se realizaba con naturalidad en la vida familiar y comunitaria,
se ha vuelto compleja en un mundo cada vez más secularizado. La religión, que
debería ser fuente de sentido y trascendencia, a menudo es desvirtuada,
reducida a estereotipos o malentendidos que dificultan el encuentro con lo
esencial: el amor de Dios manifestado en Cristo.
A este panorama se suman signos preocupantes dentro de
nuestras propias comunidades. El envejecimiento de los miembros de nuestras
parroquias y grupos pastorales es un hecho elocuente que nos invita a
reflexionar. Por otro lado, la ausencia de vocaciones sacerdotales y religiosas
no solo nos duele, sino que también pone en riesgo el servicio pastoral y
sacramental que es vital para la vida de la Iglesia. En algunos lugares, la
falta de jóvenes comprometidos con el llamado de Dios deja vacíos difíciles de
llenar.
A estas dificultades externas e internas se añade la
fragilidad de la comunión dentro de la misma Iglesia. En muchos casos, las
divisiones, los desencuentros y las tensiones minan nuestra identidad como comunidad
de fe. El mandato de Cristo, “Que todos sean uno” (Jn 17,21), se ve
comprometido cuando el diálogo y la fraternidad ceden espacio a la
indiferencia, las luchas de poder o las críticas estériles.
Sin embargo, estos desafíos, aunque dolorosos, son
también una oportunidad para redescubrir nuestra misión y renovar nuestra
confianza en Dios. La historia de la Iglesia está marcada por épocas de
crisis que han sido ocasiones para el discernimiento, la conversión y el fortalecimiento
de la fe. En este momento, estamos llamados a leer los “signos de los tiempos”
con ojos de fe, a escuchar lo que el Espíritu Santo nos dice a través de
estas dificultades y a buscar respuestas que no sean meramente humanas, sino
profundamente enraizadas en el Evangelio.
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