Fernando García Cadiñanos: Inspirando una Iglesia para los Pobres y Necesitados
Afirma Fernando García Cadiñanos: “Nuestro mundo necesita una nueva esperanza que se despierta cuando se valora a cada persona en su fragilidad. Con el papa Francisco exhorto a cada uno a hacerse peregrino de la esperanza, ofreciendo signos concretos para un futuro mejor. Son «los pequeños detalles del amor»: saber detenerse, acercarse, preguntar, dar un poco de atención, una sonrisa, una caricia, una palabra de consuelo, una propuesta de crecimiento y maduración en la fe, una bendición… Sigamos haciendo una Iglesia pobre y para los pobres. Pero atención: “Estos gestos no se improvisan; requieren, más bien, una fidelidad cotidiana, casi siempre escondida y silenciosa, pero fortalecida por la oración”
Nuestro obispo Fernando García Cadiñanos ha demostrado, a
través de su actuar pastoral, que el liderazgo eclesial no puede quedarse en lo
meramente doctrinal o administrativo. Su compromiso se manifiesta en su
presencia cercana y solidaria con las personas, en su disponibilidad para
escuchar y en su actitud de servicio. Él es, en muchos sentidos, un ejemplo de
lo que la Iglesia llama un “pastor con olor a oveja”, que se involucra en las
realidades sociales de sus fieles y trabaja en favor de quienes se encuentran
en situaciones de sufrimiento o injusticia.
La vida y el ministerio de obispos como Fernando García
Cadiñanos inspiran a la Iglesia en su conjunto a ser una comunidad cercana, que
no ignore los problemas sociales, sino que los enfrente y busque soluciones.
Una iglesia para los pobres es una iglesia que no tiene miedo de acercarse a
las periferias, que camina con las personas en sus luchas y que está dispuesta
a comprometerse activamente en la transformación de la sociedad.
Siguiendo este ejemplo, la Iglesia se convierte en un
verdadero refugio y en una fuerza transformadora en la vida de las personas. García
Cadiñanos muestra que la misión de un obispo no es sólo predicar, sino también
actuar, buscando siempre el bien común y defendiendo la dignidad de todos,
especialmente de los más vulnerables. En un mundo en el que los pobres y
marginados suelen ser olvidados, el ejemplo de líderes comprometidos como el
obispo Fernando García Cadiñanos es un recordatorio poderoso de la verdadera
misión cristiana. No se trata de un compromiso superficial, sino de una fe
vivida con profundidad, que reconoce a Cristo en el rostro del pobre y que
trabaja para hacer realidad el Reino de Dios en la tierra.
En el cristianismo, el llamado a una “iglesia para los
pobres” no es una idea nueva; su raíz se encuentra en el mensaje mismo de
Jesucristo, quien vivió entre los marginados y actuó en favor de los más
vulnerables. Desde las enseñanzas de los profetas del Antiguo Testamento hasta
las declaraciones de la Conferencia de Medellín en 1968, el compromiso de la
Iglesia con los pobres ha sido una misión fundamental. Esta vocación toma una especial
relevancia en el contexto actual, donde la desigualdad y la injusticia afectan
a millones en todo el mundo.
Ignacio Ellacuría, teólogo y filósofo jesuita, insistía
en que la Iglesia debía “hacerse cargo de la realidad y cargar con ella”,
especialmente con el sufrimiento de los pobres. Para Ellacuría, “hacerse cargo”
de esta realidad no implicaba simplemente observar o compadecerse, sino asumir
una responsabilidad activa en el cambio de las estructuras sociales injustas.
Así como Cristo se hizo uno con los más necesitados, la Iglesia debe abandonar
cualquier indiferencia y asumir, en sus palabras, “una civilización de la
pobreza”, donde la solidaridad y el compromiso por el bien común estén por
encima de los intereses materiales.
Desde los primeros tiempos, los seguidores de Cristo han
reconocido en su vida y en sus palabras una opción clara por los pobres y los
marginados. Este compromiso no es solo un acto de caridad, sino una obligación
de justicia. Como señala el Papa Francisco, “no se puede amar a Dios sin amar
al hermano”, especialmente al hermano que sufre. La opción preferencial por los
pobres exige que la Iglesia esté en las periferias, no solo en el sentido
físico, sino en el sentido espiritual y social.
La Conferencia de Medellín en 1968 consolidó esta opción
preferencial como un mandato de la Iglesia en América Latina. No se trata
simplemente de “ayudar” a los pobres desde la comodidad de la distancia, sino
de involucrarse activamente en sus luchas y realidades. Este llamado se ha
vuelto urgente en nuestros días, cuando muchos aún viven bajo el peso de la
injusticia social. La Iglesia, así, se convierte en una institución profética,
que no solo consuela, sino que denuncia y combate las causas estructurales de
la pobreza y la exclusión.
Citando a Ellacuría, quien afirmó que la Iglesia debe
“sentir con los pobres”, entendemos que esta solidaridad no puede reducirse a
la caridad esporádica ni a la compasión emocional. “Sentir con” implica un acto
profundo de identificación, que lleva a experimentar el dolor ajeno como
propio. Jesús, en su vida y ministerio, fue un claro ejemplo de esta actitud:
vivió, comió y luchó al lado de los marginados, y no dudó en desafiar las
estructuras de poder que oprimían al pueblo.
El “sentir con” los pobres implica que cada cristiano y la
Iglesia en su conjunto asuman su papel en la transformación de la sociedad.
Este cambio no puede ser solo un deseo, sino que debe concretarse en acciones,
en la forma en que se manejan los recursos, en el tipo de servicios que se
prestan, y en el ejemplo de sencillez de vida. Ser parte de una “civilización
de la pobreza” significa rechazar la idolatría de la riqueza y los privilegios,
y promover una cultura de igualdad y respeto por todos.
La misión de una iglesia para los pobres se traduce en una
cercanía auténtica y concreta con las periferias, no solo físicas, sino
existenciales. Hoy, las periferias son los barrios marginales, los migrantes
que cruzan fronteras en búsqueda de una vida mejor, las mujeres y niños que
sufren violencia, y tantos otros excluidos por la sociedad. En este sentido, la
opción preferencial por los pobres es un compromiso que involucra a todos los
cristianos, no solo al clero o a los laicos dedicados a la acción social.
Esta Iglesia, como proponía Ellacuría y como reitera el
Papa Francisco, debe ser “un hospital de campaña”, una iglesia que no espera a
los fieles en el templo, sino que sale a su encuentro. Una iglesia que
abraza a los heridos, que da la bienvenida al diferente, que actúa en las
calles y en los espacios de necesidad, y que, ante todo, hace de la justicia
social una prioridad. La justicia no es un lujo, sino un deber cristiano, y la
iglesia debe estar a la altura de esta responsabilidad.
La invitación a construir una “iglesia para los pobres” no
es fácil y puede resultar incómoda. Implica que todos los cristianos deben
revisar sus propias vidas y optar por una fe activa, comprometida y
transformadora. La iglesia, como decía Ellacuría, debe estar dispuesta a “dar
su vida” por los otros, a vivir en una solidaridad radical que permita
construir el Reino de Dios en la tierra.
Una iglesia para los pobres es una iglesia que inspira
esperanza, que está verdaderamente viva y comprometida con la construcción de
un mundo más justo. Este es el llamado a los cristianos de hoy: a que la fe no
solo consuele, sino que impulse a actuar, a “hacerse cargo de la realidad y
cargar con ella”, en palabras de Ignacio Ellacuría, para construir una sociedad
en la que nadie quede excluido y en la que el amor y la justicia sean los
principios rectores.
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