La santa desobediencia de Olga Lucía Álvarez, la primera obispa colombiana
En Antioquia, una de las regiones más católicas de Colombia, vive la única obispa del país. Allí, sin el permiso del Vaticano, se reúne con las mujeres sacerdotes de su asociación, celebra la misa y ofrece sacramentos como el bautismo o el matrimonio. Esta es su historia.
En la mañana del 11 de diciembre de 2010, en Sarasota,
Florida, una mujer de unos sesenta años, ataviada con los vestidos propios de
su dignidad y un gran crucifijo de madera como complemento, apoyaba las manos
en la cabeza de otra mujer de batola blanca y estola, sentada con los ojos
cerrados y las manos extendidas en actitud de recogimiento y entrega. Con un
amén, la obispa estadounidense terminó la ceremonia de ordenación de Olga Lucía
Álvarez, la primera mujer sacerdote colombiana y, cinco años después, la
primera obispa de Latinoamérica.
Oriunda de Antioquia, una de las regiones más conservadoras
del país, Olga ha desafiado normas y preceptos de una Iglesia católica que
no la reconoce, pero que ella desea servir. Nació en Yalí, la Ciudad de las
Tres Colinas, en 1941, en una familia profundamente católica que se trasladó a
Medellín en esa misma década.
Olga tiene dos hermanas y tres hermanos. Dos de sus hermanos
son sacerdotes, por lo que en la familia ya son tres, me dijo en mayo de 2023
en una videollamada. Ella misma se cuenta y se nombra como «mujer
sacerdote». No le gusta el término «sacerdotisa» porque le parece que se
relaciona más con religiones antiguas o no cristianas. También hay dos
primos hermanos curas y un tío abuelo, el padre Delio Gómez, el primer párroco
de Yalí. «Teníamos esa fibra», dice Olga.
En la década de los treinta su padre fue enviado de Rionegro
a Yalí para trabajar como telegrafista. Allí conoció a la madre de Olga, que en
esa época recién había salido del convento de las Carmelitas. Pocas personas
dejaban el convento en esos tiempos, pero ella lo abandonó indignada por el
trato de las religiosas. No le permitían ir a su casa a cuidar a sus padres y
tardaron ocho días en contarle que su madre había muerto.
Olga cuidó a sus padres durante casi toda su vida. Su
madre murió a los noventa y tres y su padre a los ciento siete años. Usualmente
generosa con sus relatos, duda al escoger las palabras para describir a este
último: «Yo aprendí de él mucha paz, mucha tranquilidad», dice. En cambio, se
explaya en elogios y palabras de admiración hacia su madre: de ella no solo
recibió una formación profundamente católica, sino también una muy crítica
respecto al lugar de las mujeres en la sociedad. «Lo que estás haciendo, a mí
me hubiera gustado hacerlo», le dijo a Olga poco antes de morir.
Un día de mayo en 2024, en un café en la frontera entre
Medellín y Envigado, Olga me describe dos escenas proféticas.
La primera: su madre, en su casa de Yalí, construye altares
con periódicos y deja que niños y niñas jueguen libremente. Auspicia que todos
se acerquen a ese altar y representen los momentos del rito católico, sin hacer
distinciones en los papeles para niños o para niñas.
La segunda: a sus siete u ocho años acompaña a su tía a
hacer los arreglos florales de la sacristía de la iglesia, mientras observa al
cura celebrando la misa. Olga Lucía, cautivada por la ceremonia, empieza a
decidirse: no quería ser la niña de las flores. Quería ser como los señores,
una sacerdote.
Olga estudió la primaria y la secundaria en la Presentación
de Medellín, un colegio católico, femenino y muy estricto. Durante las
vacaciones conoció a algunos jóvenes, que no lograron nunca pasar el filtro del
telegrafista, quien además había afilado su habilidad para reconocer sus
cartas. Su pasión, en cualquier caso, estaba ya decidida por el sacerdocio y
por ello no les dio importancia a otras historias de amor.
Por lo anterior, Olga se resignó a ingresar como monja
con las religiosas de la Presentación. No duró mucho tiempo. Eran los años
sesenta, tenía lugar el Concilio Vaticano II y se sentía un ambiente de
renovación en la Iglesia que no invitaba a obediencias ciegas. Olga se salió
del convento para vivir el catolicismo de una manera activa, comprometida con
los más desfavorecidos. Y, claro, también quería ordenarse como sacerdote.
En 1966, entró como misionera en la Unión Seglar de
Misioneros junto a monseñor Gerardo Valencia Cano, obispo de Buenaventura. Allí
trabajó con comunidades afrodescendientes y con grupos indígenas. En la
Sierra Nevada de Santa Marta conoció a Dionisia Alfaro, una lideresa arhuaca de
quien aprendió mucho, sobre todo en temas de liderazgo y de posición crítica
ante autoridades religiosas cuando eran violentas o arbitrarias. A diario, Olga
se asombraba con la manera en que Dionisia enfrentaba a los curas. Recuerda
nítidamente los reclamos que la lideresa indígena le hacía al padre Lorenzo, de
la Misión Capuchina de Evangelización, por la violación de sus sitios sagrados
y, sobre todo, por el rapto de niños arhuacos para llevárselos a otras
poblaciones.
«Y yo ahí, aprendiendo de ella, sorprendida, entre
asustada y admirada», me dijo.
Entre 1968 y 1970 trabajó como secretaria de monseñor
Valencia. Tuvieron una relación laboral llena de entusiasmo y respeto. Aún no
se despertaba del todo su espíritu rebelde. Eventualmente, Valencia la envió a
Bogotá con el encargo de organizar el Departamento de Teología en el Servicio
Colombiano de Comunicación Social, una organización creada por sacerdotes de la
teología de la liberación, la célebre corriente latinoamericana que tuvo en
Colombia al cura Camilo Torres como su estudiante más famoso y que le exigió a
la Iglesia «la opción preferencial por los pobres».
En esa época, el instituto fue clave para la difusión de la
teología de la liberación en Colombia. Allí Olga comenzó con las actividades
que lidera hasta hoy, a sus ochenta y tres años: seminarios sobre esta
corriente de pensamiento, lecturas feministas de la Biblia y diversas
actividades en educación popular.
Olga permaneció casi una década en el Servicio Colombiano de
Comunicación. Después pasó las siguientes tres décadas dedicándose al servicio
social con comunidades marginadas. Treinta años en los que cargó con el sino de
no poder ser una mujer sacerdote.
Se puso en contacto con las mujeres sacerdotes
estadounidenses y empezó su formación a través de material compartido y
seminarios permanentes. A diferencia del largo protocolo de ordenación de los
curas, la ordenación de mujeres la solicitan las comunidades en las que
realizan su labor social y pastoral. En el caso de Olga, fue la comunidad de
Soacha, con la que estaba trabajando en ese momento, la que le hizo la petición
a la obispa Bridget Mary, la que coordina pastoralmente la región sur de
Estados Unidos. Con ella, y otras mujeres de su comunidad, Olga hizo los
seminarios, las reuniones de lectura y los estudios requeridos a distancia.
Finalmente, Mary la ordenó el 11 de diciembre de 2010, en Sarasota, Florida.
Para Olga, su
labor como católica tiene que ver con ir a la gente, y no con esperar a que la
gente vaya a los templos. Durante décadas fue de casa en casa promoviendo una
obra social en los barrios más pobres de Medellín y otras regiones del país. Al
principio, sentía temor al rechazo y a la reprobación de la gente. Pero la
acogieron con amabilidad, la apoyaron y, con el tiempo, sus miedos se fueron
disipando. Incluso quienes la rechazaron al comienzo se volvieron personas
cercanas. Hoy sigue celebrando eucaristías en esas casas, invitando a la gente
a que «no le tengan miedo a lo sagrado». Otras presbíteras tampoco tienen
templos porque «no cuidamos ladrillos; cuidamos a la gente», dice.
La Asociación de Presbíteras Católicas Romanas de Sudamérica,
de la cual Olga hace parte, se define como un movimiento de renovación dentro
de la Iglesia católica, que se propone «conseguir la plena igualdad para todos
dentro de la Iglesia como cuestión de justicia y de fidelidad al
Evangelio».
No solo es una cuestión de palabra, sobre todo es de
obra. Ellas no están pidiendo un empleo en las oficinas del Vaticano o en las
parroquias, dice Olga. Lo único que piden es que las dejen «dar el mensaje de
la buena nueva con honestidad».
Olga se identifica plenamente con estos objetivos y con este
llamado a la acción: buscar la inclusión de las mujeres en la Iglesia, pero
también de las comunidades o grupos que suelen quedar excluidos: las
comunidades de sectores populares y grupos minoritarios o marginados, como
afrodescendientes, personas LGBTIQ+ e indígenas.
La Asociación también busca incluir a niños y abuelos. En
las ceremonias que oficia, Olga logra que participen activamente: les dirige la
palabra, les busca un lugar y hasta les asigna una función dentro de la
liturgia para que se sientan parte viva de la Iglesia. Esto no sucede en las
misas tradicionales
Una mañana de mayo, en una conversación virtual, le pregunté
a Olga si la formación católica limitaba el libre desarrollo de la
personalidad, en particular de las mujeres.
«En mi casa no vi marginaciones ni exclusión ninguna,
pero a medida que fui creciendo y leyendo, me di cuenta de que el mundo tiene
que ser distinto», me dijo luego de varios rodeos.
Le hablé de la exclusión y discriminación de las mujeres en
las mismas lecturas bíblicas, en la religión católica y en la Iglesia. Pero
Olga se mostró evasiva. Cuando estaba a punto de abandonar el tema, la
conversación dio un giro.
—¡Pero es que a mí… me parece que sí! Sí es un fundamento
del machismo —dijo con los ojos muy abiertos. Luego, repasó la historia de
la Iglesia deteniéndose en Constantino y el Concilio de Nicea—. Desde ese
entonces, los señores obispos se creen reyes y por eso se visten al estilo de
Constantino, ¿ves?… A mí me hace mucha gracia hombres vestidos de faldas… Qué
le vamos a hacer… concluyó riéndose.
Su rostro se ilumina con una luz especial cuando ríe. Ese
sosiego y una proclividad al sarcasmo han sido fundamentales en su día a día y
en su causa. Reí con ella y, con algo de recato por ser aguafiestas, continué
con mi indagación. Entonces, ¿para qué insistir en hacer una reforma a una
institución tan estancada?
—Cuando uno ama esto, se da uno cuenta del bien que
se puede hacer, de llevar la verdad… Llevar la verdad… Eso emociona —dijo.
La rebelión actual comenzó oficialmente el 29 de junio de
2002. A bordo de un barco arrastrado por la corriente del río Danubio, en aguas
internacionales entre Austria y Alemania, se refugiaron siete mujeres que
habían arreglado todo para ordenarse como mujeres sacerdotes. Cuatro alemanas,
dos austríacas y una estadounidense, conocidas como «Las siete del Danubio»,
decidieron realizar la ceremonia de ordenación colectiva en ese río fronterizo
con el fin de evitar posibles conflictos con alguna diócesis. Las acompañaron
unas trescientas personas y un arzobispo argentino.
Seis años después, el papa Benedicto XVI dictó un canon que
excomulgaba a quienes impartieran la ordenación a mujeres y a las mujeres que
fueran ordenadas. Era 2008 y la Congregación para la Doctrina de la Fe, un
organismo de la Iglesia que algunos consideran una Santa Inquisición
contemporánea, y que además se encarga de proteger a los curas pederastas de
todo el mundo, decretó la pena de excomunión latae sententiae (automática;
esto es, sin juicio previo) contra cualquiera que intentara «conferir un orden
sagrado a una mujer, así como a la mujer que intenta recibir un orden sagrado».
Finalmente, Francisco, el supuesto papa de la renovación, cerró filas en torno
a un pronunciamiento de Juan Pablo II: no a la ordenación sacerdotal de
mujeres.
Olga considera que nada en la Biblia fundamenta el
argumento de dejar por fuera del sacerdocio a las mujeres. Es una
interpretación humana que comenzó con el Decreto Graciano y que no se ha
abierto nunca a discusión. Se trata de un decreto del año 1140 que dice que las
mujeres no son imagen de Dios y que ha formado parte de los cánones de la
Iglesia católica romana, con el fin de justificar su exclusión de estas
posiciones de liderazgo. Y como considera que es una ley injusta, no hay por
qué obedecerla.
Olga exige la inclusión de las mujeres en el presbiterado,
el obispado y el papado. «Ellos saben, la jerarquía sabe, que nosotras tenemos
razón en lo que estamos pidiendo». Cree que, de esta manera, podría encontrarse
una salida a problemáticas tan complejas y dañinas como los abusos sexuales por
parte del clero a niños, niñas, adolescentes y adultos. Respecto al papa
Francisco, se limita a decir que lo ve enredado con el tema de los abusos. Como
mujer, se siente con la responsabilidad de rescatar el mensaje de Jesús y le
parece imperativo no seguir dejando esos problemas de abusos sexuales y
espirituales que cometen sacerdotes de todo el mundo, exclusivamente en manos
de los hombres.
Les habían predecido que eso no iba a durar mucho: «La
jerarquía había dicho que esto no iba a durar sino diez años, que porque todas
éramos muy mayores… Y te cuento que el movimiento está creciendo, somos más de
trescientas presbíteras y hay catorce obispas».
En Colombia hoy hay doce sacerdotes mujeres. Olga Lucía es
la única obispa. Su principal labor es con las comunidades. Celebra misa y
administra sacramentos como el bautismo o el matrimonio, si se lo piden. Y no
le preocupa que no sean reconocidos por los jerarcas de la Iglesia católica. A
ella y a las otras mujeres sacerdotes lo que más les interesa es que las
personas sientan verdaderamente esos signos de la gracia y lleguen a entender
lo que es la relación con Dios.
Olga celebra misa en una casa en una vereda a una hora de
Envigado. Allí se reúne con un grupo pequeño de personas y se siente feliz.
Cuenta con el apoyo permanente de su comunidad de feligreses y de algunas
congregaciones femeninas que acompañan su labor, pero no siempre de manera
pública. Ha celebrado misa con ellas y también con algunos jesuitas y
claretianos. Una monja de una congregación que lleva a cabo una labor
social muy importante por todo el país me habló de la labor de Olga, a quien
conoció mientras trabajaba en un barrio pobre de Barranquilla. Le parece
admirable lo que mujeres como ella han hecho y agrega con convicción que deben
seguir en su labor como presbíteras.
A comienzos de junio de 2024, Olga viajó a San Sebastián,
en España, para ordenar como obispa a Merche Saiz Azurza, una mujer que ha
recorrido un camino similar. Ante la imposibilidad de ordenarse, Merche había
ingresado a un monasterio. Después de un tiempo se salió, encontró en internet
a la obispa colombiana y se puso en contacto con ella.
Olga fue una inspiración, me dijo Merche por teléfono. «Ha
tirado mucho el carro». Para ella las cosas son algo distintas en España.
Considera que no se debe callar ni esconder, así que hace parte de Revuelta
de Mujeres por la Iglesia, un movimiento integrado por mujeres creyentes
que luchan por la renovación de la Iglesia y la transformación social, y que
denuncian la discriminación y exclusión que sufren las mujeres en la Iglesia
católica.
El día que pudimos reunirnos en persona para conversar,
hacia mediados de mayo de 2024, Olga se ofreció a acompañarme hasta la estación
del metro cuando nos despedimos. Caía una lluvia tenue e, inicialmente, me
negué a aceptar su compañía, pero, ante su terquedad, terminé cediendo. Es una
mujer que a sus ochenta y tres años se desplaza sola por las calles de su
barrio, por toda la ciudad y por las poblaciones cercanas. Pero ha pagado un
precio, me dijo mientras caminábamos: «Esto es duro… Ayer yo decía, me siento como
en una nave con las velas recogidas y a la deriva. A veces me siento así, como
que no hay mucha esperanza, pero cuando veo que hay gente que cambia, vuelvo y
me animo». Hizo una pausa y más adelante sonrió: «Seguiremos en una santa
desobediencia»
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