Son las mujeres las que sostienen la actividad diaria de la Iglesia
Son las mujeres las
que sostienen la actividad diaria de la Iglesia, son las mujeres las que cuidan
a los enfermos, son las mujeres las que llenan los templos. Y, sin embargo,
su labor es absolutamente invisible. Como en el relato de la Resurrección del
Evangelio de Lucas, que continúa así: “Aquellas
palabras les parecieron un delirio, y no las creían. Pero Pedro se levantó y se
fue corriendo al sepulcro; se asomó, y sólo vio los lienzos; y regresó a casa
maravillado de lo ocurrido.”
La Iglesia católica es mayoritariamente femenina;la componen
un 61% de mujeres, organizadas en distintas órdenes religiosas, frente a un 39%
de hombres, entre sacerdotes, obispos, religiosos y diáconos. Pese a ello, el
gobierno eclesial, la toma de decisiones, y la visibilidad de la institución
están casi exclusivamente en manos de varones. ¿Por imperativo evangélico?
El biblista Xabier Pikaza, autor de “El evangelio de Marcos.
La buena noticia de Jesús” (Editorial Verbo Divino), tras investigar a fondo el
tema en su denso volumen, concluye que "Jesús
no quiso algo especial para las mujeres. Quiso, para ellas, lo mismo que para
los varones. Como entendió bien San Pablo en Gal 3, 28: 'Ya no hay hombre ni
mujer...'. La singularidad de la visión de Jesús sobre las mujeres es la 'falta
de singularidad'. No buscó un lugar especial para ellas, sino el mismo lugar de
todos, es decir, el de los 'hijos de Dios'".
Cuando hablamos de Iglesia tendemos a pensar en los curas, los obispos, el Vaticano… La Iglesia es también eso, pero es mucho más. Para una persona católica Iglesia es cada uno de sus miembros.
La Iglesia, pueblo de Dios, somos todos y todas las cristianas comprometidas con el proyecto igualitario de Jesús de Nazaret, otra cosa es la estructura ancestral que han construido desde el poder y no desde el Evangelio.
Como dice Francisco, “la Iglesia es femenina”. Y tiene razón, aunque sea una realidad por venir como ya ocurre en otras parcelas de la sociedad. La situación eclesial de la mujer no es ejemplar si nos fijamos en cómo Jesús les trataba, sin considerarles en minoría de edad como fueron tratadas entonces y durante todos estos siglos desdichados para ellas en todos los órdenes, no solo dentro de la Iglesia. Y a pesar de todo, la mayor parte de quienes participan en la vida eclesial son laicas.
Las mujeres siguieron a Jesús desde el principio como atestigua con profusión el evangelio. Le acompañaron en su testimonio de Buena Noticia aceptando su misma vida desinstalada y aceptaron su enseñanza. Tampoco le abandonaron cuando estuvo en la cruz y fueron solo mujeres las testigos del Resucitado como lo resaltan los cuatro evangelistas.
Un rabino en los días
de Jesús decía: «Dios, te doy gracias porque no me hiciste ignorante, ni
gentil, ni mujer». Esa era la primera oración que hacía un rabino y
cualquier judío piadoso. Esa oración Dios la escuchaba con un dolor y una
tristeza inconmensurable. El Señor se enfrentó a un mundo que tiene una
estructura mental rígida, una rigidez mental derivada de la tradición religiosa
registrada en el Talmud (tradiciones de hombres que invalidaban la Palabra de
Dios, desvalorizando a la mujer), lo cual hacía difícil que los hombres lo
entendieran en su trato con estas mujeres.
No se puede encontrar en su boca un dicho o palabra que minusvalore o justifique la subordinación de la mujer. El comportamiento patriarcal de la Iglesia posterior con las mujeres no pudo basarse ni en Jesús sino en razones más humanas menos confesables.
A Jesús de lo que le acusaron fue de transgresor de la Ley y blasfemo, de agitador político, endemoniado, de estar perturbado y loco, precisamente por su amor lleno de ternura, compasión y misericordia infinitas que irradiaba también con las mujeres en su empeño por implantar una fraternidad verdadera. Les trata por igual y con total naturalidad, con la misma dignidad y categoría que el hombre. Les defiende cuando son injustamente tratadas y no duda en mantener una relación cercana con muchas de ellas.
Jesús les acoge sin reservas, forzando a interpretar adecuadamente las tradiciones culturales y religiosas de su tiempo desde el verdadero significado que Dios quería. De hecho, no quiso bendecir la sociedad patriarcal de su época: puso en marcha un movimiento de varones y mujeres en contra de los rabinos, que no admitían a las mujeres en sus escuelas. De todo esto se ha contado poco, de lo que suponía social, legal y religiosamente que Jesús les acogiera, escuchase y dialogara con ellas. Al final, fueron las discípulas más ejemplares, incluso en la crucifixión, cuando casi todos los varones abandonan al Maestro. Ellas le fueron fieles hasta el final desde su experiencia de un Jesús profundamente inclusivo.
En las cartas de Pablo aparecen muchas mujeres colaborando
en sus misiones, pero cuando las religiones se institucionalizan van perdiendo
la frescura de los orígenes. Es muy conocida la frase que afirma: “si el carisma de un fundador no se
institucionaliza, se pierde, y si lo hace, se pervierte.”
El carisma y la ética del cuidado, que las mujeres han
asumido espontáneamente a lo largo de la historia del cristianismo, constituye
ya una aportación “diaconal” de primer orden a la iglesia, pero no ha sido valorado
como se merece, y sobre todo no ha sido reconocido por la jerarquía de la
iglesia como una misión que pertenece a su esencia y estructura, porque la
constituye. El cuidado ha de convertirse
en amor samaritano que define la identidad de los seguidores de Jesús de
Nazaret.
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