Dios es amor
Mas, ¿cómo es el perfecto amor? ¿Cómo podemos identificarlo? El perfecto amor solo podemos conocerlo a través de las acciones que provoca, porque: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser…” (1Co 13:4-8). Por tanto, el perfecto amor se refiere más que a un sentimiento a una acción a favor de los demás. Ese amor es la misma esencia de Dios, porque Dios es amor (1 Juan 4:8). El perfecto amor no se impulsa por sentimiento ni se inclina por alguna excelencia o afinidad con el que se ama, sino que surge de una acción deliberada del mismo corazón de un Dios santo hacia hombres pecadores (Rom 5:8; de un Dios que viendo nuestra imposibilidad tomó nuestro lugar y se dio a sí mismo por nosotros (Gálatas 1:4). Podemos amar a nuestros padres, hermanos, amigos, conyugues e hijos con mucha intensidad, pero solo lo amaremos verdaderamente cuando lo amemos con el amor de Dios y a través de Dios. Con el amor que el ser humano pueda dar nos sentiremos apreciados, pero cuando somos amados con el amor de Dios nos sentiremos plenos.
La vida de Cristo es la norma final por la que un cristiano mide la virtud en él y en otros. Cristo perfeccionó la naturaleza humana amando a Dios con todo su corazón y a su prójimo como a sí mismo.
Este tipo de amor no
es el amor que existe en el mundo. No es el tipo de amor con el que aman los
incrédulos. Es un tipo de amor único, especial que Jesucristo nos mostró en Su
vida, en Su muerte y en Su Resurrección y nos muestra aún ahora siendo nuestro
Sumo Sacerdote e intercesor ante nuestro Padre Dios.
La perfección y la
bondad de Dios están estrechamente relacionadas: todo lo que acontece en Dios,
todo lo que procede de Él o es creado por Él, es perfecto y está bien hecho. La
perfección de Dios también puede verse en que entre la voluntad y la acción, entre
el propósito y la realización no hay diferencia alguna. En Dios tampoco se
encuentra algo que pudiese estar malogrado o imperfecto. La creación es parte
de la perfección y la bondad de Dios, por eso Dios encuentra que todo lo que
había hecho era “bueno en gran manera" (Gn. 1:31).
Ese amor por tanto, sólo puede ser ejercido o ejercitado por alguien a quien Dios le haya dado Su Espíritu, Sus hijos, nosotros, los que al creer en Jesucristo hemos sido engendrados espiritualmente.
En el Derecho o en la Ley se usan las presunciones para determinar la verdad de una afirmación. Hay una que se llama la presunción de salvo prueba en contrario.
En el caso del amor, la única manera de asumir que alguien es cristiano es que verdaderamente ame a su hermano. Porque como lo dice la Escritura, el que no ama no conoce a Dios y si no conoce a Dios la conclusión es que no es cristiano.
La realidad de que Dios
es amor también explica su providencia. Él organiza todas las circunstancias de
la vida, en medio de todo el asombro, la belleza e incluso las dificultades de
sus hijos, a fin de revelar muchas evidencias del amor divino (Sal. 36:6; 145:9; Ro. 8:28).
El eros es la tensión de los hombres que pretenden ascender hacia su centro en lo divino. El agape es, al contrario, la expresión de la presencia salvadora de Dios sobre la tierra: por eso ofrece unos matices creadores, se refleja de manera preferente en el abismo de la cruz de Jesucristo y se explicita en el amor al enemigo. Para el eros, carece de sentido hablar de entrega de la vida «por los malos»: el amor al enemigo resulta inconcebible. En el agape eso es primario: sólo existe amor auténtico y perfecto donde el hombre se dispone, como Cristo, a realizarse en apertura hacia los otros. Amar es dar la vida. Y es hacerlo en gratuidad, porque merece la pena conseguir que el otro sea. Amar es darse, hacer posible que haya vida entre los hombres, en gesto de absoluta limpidez, sin intereses, en camino que culmina allí donde se ayuda al enemigo.
Los cristianos protestantes acentúan, de una
forma general, la oposición del eros y el agape: frente a la búsqueda
idolátrica del hombre está la gracia salvadora de Dios; frente al amor como
deseo y como mérito (eros) el misterio de Dios que nos regala en Jesucristo su
existencia (agape).
Dios es amor o, mejor dicho, las tres formas del amor fundante: es el amor como donación, acogida y encuentro personal. Es don eterno de sí (Padre) y es eterna receptividad (Hijo) y es comunión eterna del Padre y el Hijo que suscitan juntos al Espíritu, como verdad y plenitud del amor compartido. Más allá de este encuentro de amor no existe nada: no hay «ser» ni existen entes. Este es el misterio, es el punto de partida de todo lo que pueda darse sobre el mundo.
Pensar el amor significa vivirlo, convertirlo en principio de existencia. Esto es lo que ha hecho el Cristo. En fórmula muy bella, la teología ha concebido a Jesús como representante de Dios (mediador, revelador del Padre): representa y realiza en el mundo, en forma plena (homoousios), la hondura y verdad del amor trinitario. En otras palabras, Jesús se atreve a «representar a Dios sobre el mundo», en gesto de entrega por el reino, en actitud de amor comprometido, fuerte, intenso. Este amor por los otros (por el reino) ha puesto a Jesús en manos de los hombres; en favor de ellos se ha entregado, padeciendo la violencia de ellos ha muerto.
De esta forma debemos recordar que el amor no suplanta a
Dios (como quería Feuerbach) sino que lo revela yactualiza. Allí donde el amor
es pleno no se puede ya afirmar que resulta innecesaria la presencia de Dios. Al contrario, si el amor es pleno se supone
que Dios está presente, como indica Mt 25, 31-46. Está presente Dios en los
pobres y pequeños de este mundo; y está también en aquellos que ayudan a los
pobres, haciendo así posible el surgimiento de la solidaridad gratuita y
creadora sobre el mundo.
Así, pues, Cristo no
es solo perfectamente humano, verdadero hombre; es también la perfección de lo
humano, el hombre que Dios, desde siempre, ha querido y buscado. En la
humanidad de Jesús, Dios se ve reflejado. Pero precisamente por esto, la
humanidad de Jesús es la humanidad más lograda, más acabada, mejor realizada,
la que se corresponde totalmente con el proyecto de Dios. Por eso, Cristo,
Hombre perfecto, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre
la sublimidad de su vocación. Mirándole a él, sabemos a qué atenernos para
realizar la imagen de Dios con la que todos hemos sido creados.
Comentarios
Publicar un comentario