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Fernando Cadiñanos: frenar la desigualdad está en tus manos

Afirma nuestro obispo Fernando Cadiñanos: “Digámoslo claro: detrás de la desigualdad injusta existe un desprecio total a la dignidad humana. Daría la sensación de que hay personas que valen más y otras que valen menos, de que existen ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda. Y eso, sin ningún mérito propio, sin ningún filtro previo, sino la mera casualidad o el destino. Lo que hace que la convivencia pacífica se convierta en tarea imposible. E impide también la fraternidad humana, que es a la que nos convoca nuestra fe cristiana y a la que nos compromete la celebración eucarística”

Así  pues, los cristianos/as, tanto por nuestra condición de ciudadanos de sociedades democráticas, como, sobre todo, por nuestra de creyentes en el Dios de Jesús y en su proyecto de humanidad, no podemos sino ser adversarios decididos de la desigualdad. Pero ni la realidad es tan obvia, ni el sentido común guía siempre la conducta del ser humano, aunque éste se autodenomine cristiano. Es un hecho indiscutible que los cristianos somos responsables directos o, al menos, cómplices más o menos conscientes, de que la desigualdad siga siendo en nuestros días una de las lacras más graves que impiden que tanto el proyecto democrático como el plan divino, de que todos los seres humanos sean libres e iguales, se cumplan en la realidad”

Estudios solventes muestran de forma fehaciente que, si el sistema capitalista ha sido siempre un sistema de “inclusión excluyente”, en su actual configuración se está mostrando como un violento proceso de inclusión que impone la explotación económica, la dominación política y la hegemonía cultural a escala global. Como sistema de exclusión violenta condena a una gran parte de la humanidad al empobrecimiento creciente y a la destrucción de su ecosistema e, incluso, a su “no existencia”, en el caso de que no interesen ni siquiera para ser objeto de dominación o explotación.

Según los informes de organizaciones sociales se está produciendo una injusta concentración de los bienes económicos en manos de unos muy pocos. Basten algunos datos: la riqueza de los diez hombres más ricos del mundo se ha duplicado, mientras que los ingresos del 99% de la humanidad se han deteriorado; conjuntamente, 252 hombres poseen más riqueza que los mil millones de mujeres y niñas de África, América Latina y el Caribe.

Muchos de nosotros fuimos educados en la creencia de que «el crecimiento económico es una marea creciente que levanta todos los barcos». Este dicho ignora la terrible situación de los millones de personas que se aferran a balsas con fugas o que no tienen barco alguno.

Tenemos que abandonar nuestra fe incondicional en el poder de los mercados centrados en el beneficio personal para solucionar cualquier desajuste, y admitir que los problemas de desigualdad no se van a resolver mediante el funcionamiento natural de la economía tal y como está estructurada en la actualidad. Al contrario, los problemas se agudizarán a gran velocidad.

 Afirma Fernando Cadiñanos: “la inequidad produce muchos males a nuestro alrededor: la violencia que tanto nos asusta tiene en su base un componente de insatisfacción social y de respuesta a una injusticia sufrida; la migración es provocada, en la mayor de las veces, por una búsqueda de unas condiciones de vida más justas y humanas; el hambre es fruto, no de causas meramente internas a las sociedades que lo padecen, sino a un injusto reparto de los alimentos; la ausencia de recursos educativos, culturales o sanitarios en tantas partes del mundo es fruto también de esta falta de voluntad política…”

Asi es, el crecimiento de la desigualdad ha traído como consecuencia la agitación social, la polarización política y las tensiones crecientes entre distintos grupos de la sociedad.

La escuela cristiana ha de educa para juzgar, es decir, para reinterpretar el mundo, para la conversión radical. No hay visión ni escucha pura, sin un tipo de discernimiento, esto es de juicio, en el sentido de conocimiento responsable, no de imposición sobre los otros (cf. Mt 7, 1-3). Juzgar significa interpretar el mundo de un modo consciente, sin dejarnos engañar por un tipo de mentira, que Gen 3 ha condensado en la serpiente del principio, que invierte y pervierte el sentido de la “manzana” del paraíso. Se trata de mirar y desear sin que nos engañen. Es educar para discernir y distinguir de manera positiva (cf. Dt 30, 15: Pongo ante ti el bien y el mal, la vida y la muerte, escoge). Se trata de situar a los niños y a los jóvenes ante la gran decisión, sabiendo que ellos deben escoger, entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte, no sólo en particular, sino para todo el pueblo, es decir, para la humanidad.

¡Sin pan para los pobres no habrá paz para los ricos! Hay pobrezas que podrían ser resueltas, con cierta facilidad, si los hombres quisieran, así, por ejemplo, el hambre, si los hombres y mujeres quisieran, si el sistema económico cambiara; también podrían curarse ciertas enfermedades infecciones, con una medicina preventiva generalizada, y un tipo de opresión política... si todos los hombres pactaran, y cambiara el sistema.

Jesús centró su mensaje en la llegada del Reino de Dios, de un Reino que es buena nueva para los pobres y expulsados del sistema social y sanitario, religioso y político de su tiempo. De una forma lógica, sus discípulos, sobre todo los de tendencia helenista, interpretaron su vida y mensaje como evangelio, buena nueva de Dios para los pobres, tal como indican, de un modo especial, Pablo (cf. Gal 1, 6-11; Rom 1, 15-17) y Marcos (cf. Mc 1, 14-15; 13, 10; 14, 9).

Los grandes de este mundo han convertido su poder en instrumento de opresión, de orgullo antidivino, de mentira. Por eso, la venida de Dios cambia las cosas: Asciende a los pequeños-oprimidos y, partiendo de ellos, crea sobre el mundo un tipo de humanidad reconciliada. Ésta es la palabra del amor que invierte las condiciones sociales, el anuncio de un poder de gracia que se expresa a través de la trasformación radical, de tipo ético, sin necesidad de tomar los resortes del Estado, desde la misma raíz de la existencia humana.

 

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