El atrio de los gentiles
Benedicto XVI citó
una línea del mensaje dirigido por el concilio Vaticano II a
los pensadores y científicos: «Felices los que, poseyendo la verdad,
la buscan más todavía a fin de renovarla, profundizar en ella
y ofrecerla a los demás». Y añadió: «Estos son el espíritu y la razón de ser del "Atrio de los
gentiles"».
«Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y
al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de
la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar
a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de
la vida humana desde su inicio hasta su término» (Encíclica "Evangelium vitae", n. 2). No somos
un producto casual de la evolución, sino que cada uno de
nosotros es fruto de un pensamiento de Dios: somos amados por
Él».
Cada vez es más clara la brecha entre los que no han
abdicado de su capacidad de pensar por cuenta propia y los que se limitan a
repetir infantilmente lo que aprendieron en su niñez o las consignas que les
llegan de la jerarquía.
Dios es una experiencia, una acción compasiva, un dinamismo
de amor que actúa universalmente, en todos los seres.
Pascal decía:
"el hombre sobrepasa al hombre", y en efecto, nos ocurre a veces
que en nosotros mismos experimentamos una Trascendencia que nos humaniza, que
suscita en nosotros los grandes valores de nuestra vida, y que hace que estemos
presentes al mundo...
Son numerosas las personas que cuando se les pregunta por
sus creencias religiosas te responden:” hombre, haber… ¡algo hay!”
Al menos yo me he encontrado con unas cuantas que me han respondido así. ¿Pero
en qué Dios creemos los cristianos? ¿En un “dios difuso’”, un
“dios-spray”, que está en todas partes, pero que no se sabe qué es?
Dios es “una Persona”, una persona concreta, es un Padre, y por tanto la
fe en Él nace de un encuentro vivo, del que se hace una experiencia tangible.
La fe cristiana consiste en creer a un Dios que es persona. Dice Benedicto
XVI en su encíclica Deus Caritas
Est: «No se empieza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea,
sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva». Hay personas sin las cuales nuestra vida sería
distinta, hay personas que nos marcan para siempre. Para el creyente, Dios es
una Persona que no pasa desapercibida a lo largo de la vida, más bien debe ser
fundamental su presencia. Él quiere, está presente, no solo como un Dios
omnipotente y omnisciente, sino como un Dios que me conoce y me ama.
Dios se ha hecho el encontradizo con los hombres en la
persona de Jesucristo, pero la experiencia de Cristo consiste en reconocer en
Él su vida, sus palabras, sus actitudes y comportamientos con los demás, la
donación de Dios sin límites hacia nosotros. Por nuestra parte la entrega
ha de ser absoluta a ese amor, con todo el corazón, aquel que sólo Dios
merece, sabiendo que es Él el que realmente se entrega absolutamente y nunca
defrauda. La conversión interior, el cambio de corazón que supone esta
experiencia con Cristo es la que puede dar lugar a actitudes como: “Señor qué quieres que haga” (Hch
22,10) o “yo sé de quién me he fiado” (2 T. 1,12). Pero también
es cierto que muchas veces la Iglesia, nuestra Iglesia, constituye un
grave obstáculo y un escándalo doloroso para muchos cristianos comprometidos,
callando cuando debería hablar y hablando cuando debería callar, también cuando
dice y no hace…
Pablo descubrió así la presencia y la llamada de Dios en
las víctimas, en los crucificados de la historia, en los perseguidos. Esa
certeza iluminó su vida, y sintió que era necesario que la dijera, que lo
dijera. Eso había que proclamarlo, rápidamente, para que el mundo cambiara,
para que el Dios de Jesús pudiera conocerse y aceptarse en el mundo entero.
Hemos de volver, finalmente, a la gran salida de los
evangelios escondidos y luminosos de la gran experiencia mística, retomando el
camino del Discípulo Amado, a quien la tradición ha
identificado con Juan Zebedeo, convertido al amor, a fin de
templar y calentar, por amor, el fuego del Apocalipsis, para que el agua
de la corriente de Jesús no se hiele, como ha podido suceder muchas veces en la
historia de la Iglesia.
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