El hábito no hace al monje.
¿No dice el Evangelio que el propio Jesús puso en guardia a
la gente contra la vanidad de los fariseos y de los doctores de la Ley, que
paseaban por la calle luciendo lujosas vestiduras y mantos aparatosamente
ribeteados (Mc 12,38)? Pues bien,
siendo así. ¿Se puede establecer algún
tipo de relación entre la cercanía de Jesús a la gente y un vestido
extravagante como el que se impone a los clérigos? No olvidemos que san Francisco de Asís, hace unos
ochocientos años, se despojó en plena calle del elegante vestido que le había
regalado su padre, para vestirse como un
simple campesino, ¿no será una tergiversación monstruosa y una desviación
intolerable convertir hoy esa indumentaria en signo distintivo de la dignidad clerical frente al resto de los
mortales? Desde esta perspectiva, ¿no será el hábito y las ropas clericales una
prueba absolutamente lamentable de la capacidad que tiene el ser humano de
pervertir incluso las ideas más simples y espontaneas de los santos en pura vanidad y en una simple presunción?
¿No tendría toda la razón Federico Fellini cuando, hace veinticinco años, durante el rodaje
de la película Roma. Se le ocurrió introducir un cuarto de hora de modelos
papales perfectamente ensotanados y luciendo espléndidos birretes, exhibían
contoneándose o en bicicleta las últimas
creaciones de la “moda clerical”,
mientras poco a poco iban transformándose en momias y en esqueletos?
Jesús no vistió
ninguna vestidura especial. Entra dentro de lo posible el que los
sacerdotes judíos sí que tuvieran vestiduras clericales, pues constituían una
casta. Pero, de acuerdo a lo que nos dicen las dos genealogías de los
Evangelios, Jesús pertenecía al linaje de los reyes de Judá, no al de los
descendientes de Leví. El Mesías no era un sacerdote del Antiguo Testamento.
Además, Él comienza un nuevo sacerdocio.
El evangelio no recuerda ningún rasgo característico de
las vestiduras de Jesús, lo que significa que no eran especiales, a
diferencia de lo que sucedía con Juan Bautista y también con los sacerdotes
(con vestiduras sacrales) y los nuevos fariseos (que harán ostentación de
vestidos piadosos; cf. Mt 23, 5).
Jesús y su gente se vistieron, sin duda, como los hombres y mujeres de su
tiempo, los más pobres, sin distinguirse de ellos por la ropa. Nada indica que
se pusieran atuendos particulares para la multiplicación de los panes, ni para
la Última Cena. En los relatos de la crucifixión se alude a sus vestidos,
repartidos entre los verdugos, sin indicación especial sobre su forma y riqueza,
suponiéndose, más bien, que son pobres (cf. Mt 27, 35 par). En este contexto, Jn 19, 23-24 añade que “no partieron su
túnica” porque era de una sola pieza, sino que la echaron a suertes; pero, al
decir eso, no quiere evocar la riqueza de su vestidura, sino la falta de
separaciones y apartados de su vestido más propio, que es signo de la Iglesia,
que no puede dividirse.
Sin embargo, los fariseos no son nada en sí, no se sienten
seguros en sí mismos; por eso necesitan crear una apariencia. Viven de fachada, enmascarados detrás de unas telas y
adornos que les sirven para distinguirse de los otros e imponerles su dominio. En ellos critica Jesús la
mentira de las vestiduras sagradas que la Ley israelita (y las costumbres
rituales de muchas iglesias, incluidas las cristianas) han preceptuado para
sacerdotes y ministros religiosos. Jesús
la condena como expresión de poder falso. La religión les convierte en funcionarios y ellos la pervierten,
haciéndola principio de autoridad pública: utilizan el Libro para representar
su teatro de prestigios. Quieren ser (hacerse honrar) sobre las bases de un
conocimiento religioso que utilizan para así imponerse sobre los demás. Es evidente que no viven para crear
comunidad sino al contrario, para elevarse sobre ella.
Los Apóstoles, por
tanto, tampoco llevaron ninguna prenda distintiva, ni tampoco sus sucesores.
Obrar de otra manera, en medio de una persecución, hubiera sido una temeridad.
Cuando Martín Lutero lanzó su reto
de reforma de la Iglesia Católica Romana, no lo hizo animado por un espíritu de
innovación o rebeldía, sino movido por convicciones enraizadas en la Palabra de Dios.
Aunque el clero seguía vistiendo sin ropas especiales, poco
a poco, en algunos lugares sí que se fue desarrollando un modo distintivo de vestir. En el año 428,
por una carta del Papa Celestino,
sabemos dos cosas: que en Roma no
existía una vestidura clerical, pero que en la Galia algunos obispos ya la
usaban. La carta del Papa, curiosamente,
exhorta a que los clérigos se distingan de los laicos no por las ropas, sino
por sus virtudes. Pero ni siquiera esta opinión papal pudo detener el curso
de la historia que ineludiblemente llevaba a mostrar externamente esa
distinción.
El cónsul, magistrado
con la categoría más alta en el mundo romano, actuaba como un símbolo de
autoridad para el pueblo, de forma muy similar a la que ejercían los prelados
cristianos para con los fieles a ellos encomendados.
Desde muy antiguo, el
atuendo se convierte en símbolo de autoridad, profesión, casta o clase; y así,
refrendaba a la persona como rey, campesino, artesano, soldado o eclesiástico.
A lo largo de la historia los jerarcas han ambicionado buscar diferenciarse del
pueblo a través del atuendo. Ya en tiempos de los emperadores, los
funcionarios de la Iglesia acomodaron sus vestimentas al estilo de los nobles: el Papa se coronó de oro; aparecieron trajes con riquísimos bordados y botonaduras
fastuosas, anillos y pectorales de piedras y metales preciosos... hasta llegar
al ridículo de algún cardenal arrastrando magna capa...
El Concilio Vaticano
II se pronunció claramente contra la suntuosidad en las vestiduras y
ornamentación sagradas y exhortó a que la indumentaria de los eclesiásticos se
adecuase a los signos de los tiempos. (S.C. 124; P.C. 17). La mayoría de padres
conciliares fueron conscientes de la necesidad y urgencia de desclericalizar la
Iglesia, esclerotizada.
Los servidores de las comunidades no son como los
"jefes de las naciones que las dominan y se aprovechan de su autoridad...,
sino servidores que dan su vida para rescatar de las más diversas
esclavitudes" (Mc 10, 42ss). El
clericalismo está muy vinculado a la vestimenta clerical en la mentalidad de la
gente. El hábito clerical está marcado
con el dominio y prepotencia del clero.
En la Iglesia se sigue incurriendo en las mismas
corrupciones que Jesús pretendió evitar: los títulos de honor, los
fastuosos ornamentos y acicaladas vestimentas, las reverencias solemnes, los
primeros puestos... Jesús se pronunció
contra el vestido como ostentación sacral: "¡No hagáis como ellos
hacen!... realizan todas sus obras para ser vistos por los hombres; pues
agrandan sus distintivos religiosos (filacterias) y alargan los adornos
(flecos) de sus mantos" (Mt.23,5).
"Vosotros no os preocupéis del vestido... Mirad los lirios del
campo..." (Mt. 6,25-32). Jesús
y sus discípulos vestían, sin duda, como los hombres y mujeres de su tiempo,
sin distinguirse de ellos por la ropa.
Sin
"diakonía" la Iglesia no es Iglesia, por muchos bicornios mitrados,
ostentosos báculos, brillantes anillos, pomposas capas magnas, aparatosas
liturgias... que se ostenten como signo feudal de autoridad y dominio. La
solución nos la aporta san Pablo: Revestirse de Cristo; revestirse
del hombre nuevo (Gal. 3,
27-28; Ef. 4, 24), porque "el
hábito no hace al monje".
Hay que recuperar, la sencillez de Jesús y de la comunidad apostólica. Gracias.
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ResponderEliminarEn el sermón del monte Jesús nos recuerda que no hemos de hacer ostentación de la piedad (oración, ofrenda y ayuno). Dicho sentir puede hacerse extensible a la vestimenta diferenciadora del clero. Quizás toda esta forma de proceder sea una señal inequívoca del gran alejamiento del espíritu del evangelio y de una espuria conexión con el más mortal de los fariseísmos.
EliminarQuiero explicar que el comentario eliminado no le entraba a uno de los lectores habituales del blog y me ha pedido que se lo publicara, pero no ha sido eliminado por censura. Gracias
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