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Necesitamos obispos distintos, hombres y mujeres, elegidos de manera diferente.

 

Se habla muchas veces de quinielas e incluso de “carambolas” episcopales en España y en muchos países del mundo. Muchos medios presentan el nombramiento y cambio de sede de los obispos como un simple ejercicio de poder sacral,  como una medida de política eclesial, no de evangelio.

El Espíritu Santo actúa a través del diálogo comunitario, no por la inspiración de algunos miembros especiales de la iglesia. Ciertamente, tiene que actuar el Espíritu de Dios, pero sólo puede hacerlo a través diálogo libre en amor y respeto, en cada una de las comunidades.

Todos somos sacerdotes, todas y todos nacimos para serlo, aunque algunos lo nieguen y digan que sólo los consagrados se merecen ese tratamiento.

La Iglesia que fundó Jesús es el nuevo Pueblo de Dios: un pueblo sacerdotal, profético y real. Jesucristo es Aquel a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, profeta y Rey”. “Todo el pueblo de Dios participa de estas tres funciones y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas”, indica el catecismo (783)

El obispo de Roma no tiene la exclusiva del Espíritu Santo… Al contrario, el Espíritu Santo empieza hablando por la comunidad reunida, que escoge a sus ministros.  Por eso, el nombramiento normal de los obispos debe hacerse a través del diálogo de los cristianos, que son portadores de la palabra y amor de Cristo y así han de expresarlo, escogiendo a sus ministros, a la luz de las necesidades de los pobres y excluidos, conforme a la palabra del Primer Concilio de Jreualén: nos ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros (Hech 15, 28).

En un mundo de disputas y enfrentamientos como el nuestro (año 2022), la iglesia sólo será signo de reconciliación y  futuro evangélico si  ofrece ejemplo verdadero de diálogo personal y social. Si no lo pueden hacer, si  sus fieles  se encuentran de tal forma divididos que resultan incapaces de  escoger, desde el mensaje y ejemplo de Jesús, unos ministros, ellos no son dignos de llamarse cristianos. Es evidente que ahora no lo hacen, en parte porque no asumen su propia responsabilidad dialogal y  el parte porque se lo impide en método (provisional, dictatorial) de nombramiento de pastores desde Roma, con consultas  secretas que se prestan a sospechas y manipulaciones.

Me duelen determinados curas y sus formas. Pero me compensan otros que comparten conmigo sus inquietudes y sus luchas que dejan su piel en el intento de cambiar este mundo ancho y ajeno como decía el poeta peruano César Vallejo. Curas que se prendieron del Evangelio, no del Derecho en sí, de la norma disciplinar como forma de vida, sino del Evangelio. Estos curas representan el modelo de presbíteros que desea la Iglesia de Dios. Apasionados por el Reino de Dios y su justicia. Sus palabras son fuego, como la del Bautista, que no soportan la hipocresía del mundo y la ambigüedad para con los valores del Reino. Su corazón es pasión por ver madurar y crecer a las personas y a sus feligreses, sacarlas de su postración, elevarlas a la categoría que el bautismo les ha conferido. Enérgicos, coléricos, de mala leche, pero al mismo tiempo profundos, espirituales, humanos, llenos de Dios.

Evangelio es aquello de "Felices y bienaventurados porque vuestros nombres están inscritos en el libro de la Vida"; o aquello de "Yo soy", el pan de Vida, el Camino, el Buen Pastor... Evangelio es el encuentro y la permanencia con Jesús; esto que lo decimos tantas veces pero no cala en nosotros porque la norma se nos pone como una zancadilla: esto está prohibido... esto no lo consiente la santa Madre Iglesia... esta manera que tienes de ver las cosas no las considera la Iglesia..., etc. La norma, antepuesta a la persona, criminaliza a la persona. Llega un momento que la hace culpable, ex-cluida, ex-comulgada. Fuera del fuego ardiente de la Gracia de Dios. Y la labor de esa persona que sabe en teoría del amor de Dios pero que la norma se le ha cruzado permanentemente en su camino, es una labor zafia, aterradora. De miedo. Porque miedo es que te digan que estás excluido, que estás en pecado mortal, que tienes una montaña que escalar para llegar a Dios y esa montaña es para ti imposible...: No puedes, estás sin fuerza. Sacerdotes de esa casta de tremendas aseveraciones y juicios para con los demás, son los que hay que evitar y quisiera animar desde mi humilde posición a reírnos de ellos. Reírse, como en la novela de El Nombre de la Rosa donde fray Guillermo de Baskerville, ridiculiza al rigorista anciano del monasterio, Jorge de Burgos, representante de la más venerable tradición monacal que impedía la risa en sus religiosos. Reirse porque la norma no es la última palabra de nada, sino Jesús vivo y presente.

En la comunidad cristiana no puede haber predominio ni sometimiento: “Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen. No será así entre vosotros: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 25-28; Mc 10, 42-45; Lc 22, 25-28). “Lavaos los pies unos a otros” (Jn 13,14), es el testamento de Jesús. La primacía que otorgó a Pedro no fue de predominio, sino de “confirmar a sus hermanos en la fe” (Lc 22,32) y “apacentar las ovejas” (Jn 21, 15-17). Confirmar en la fe y apacentar puede hacerse tras una elección democrática.

Una comunidad cristiana, reunida por el Espíritu de Jesús, anuncia el evangelio, celebra los signos de vida que nos ofrece Jesús, vive la fraternidad. Para realizar estas actividades necesita organizarse según los carismas de todos sus miembros. Dos estructuras básicas son, sin duda, los Consejos de Pastoral y de Economía. Por ley son sólo consultivos para el poder absoluto. Aún hay parroquias que no los tienen. Muchos funcionan para decir amén al párroco o al obispo. Una decisión comunitaria, acorde con el Evangelio y en su ámbito, da conciencia de comunidad adulta. Lo contrario es infantilismo. Así lo ve la sociedad actual.

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