Fuerza en la debilidad
Dios todavía elige al débil para revelar Su fuerza. ¿Alguna vez te has afligido por tu debilidad? ¿Te has sentido insignificante, frágil e inútil para Dios? ¿Has mirado a otros que parecen ser tan fuertes y perfectos? Dios va a confundir a los fuertes y sabios ungiendo como Sus instrumentos a los que se consideran débiles y pequeños.
Nuestra debilidad es una oportunidad para que suceda la vida y la renovación. Para que nos aferremos a la presencia, la paz y el poder que nos
ofrece el Padre. Así como Dios dice en 2 Corintios 12:9, «Te basta con mi
gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por lo tanto,
gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre
mí el poder de Cristo». Dios usará situaciones para recordarnos que Él es la
fuente de nuestra fortaleza, poder, alegría y esperanza. El reino de Dios es
poder, y por el mensaje del evangelio se revela el poder de Dios.
Recorramos por un momento la historia del pueblo de Dios. ¿Podemos
pensar en alguna persona que alguna vez fue utilizada por sus fuerzas y
virtudes? Abraham era un anciano
incapaz de producir hijos. José era un esclavo olvidado en la cárcel. Moisés era un pastor de ovejas
tartamudo. Gedeón era el menor de su casa y, además, pobre. David era un simple
pastor de ovejas. Nehemías no era
más que el copero del rey. Jeremías era joven e inexperto. Juan el Bautista era
un desconocido que moraba en el desierto. Los
discípulos eran simples pescadores, hombres sin letras ni preparación
alguna. A Pablo, el perseguidor de
la iglesia, deliberadamente lo debilitó el Señor, enviando una espina en la
carne que lo atormentaba.
¡Las debilidades de
estos personajes bíblicos fueron el
medio por el cual Dios expresó su gloria!
Nuestra fe y fuerza pueden debilitarse, pero en nuestros
tiempos de debilidad, Dios nos ha dado promesas maravillosas para renovarnos y
fortalecernos. ¡Dios sólo puede amar, el
sufrimiento nunca viene de Dios!
David declara:
“Dios es el que me ciñe de fuerza, y quien despeja mi camino… Envió desde lo
alto y me tomó; me sacó de las muchas aguas. Me libró de poderoso enemigo, y de
los que me aborrecían, aunque eran más fuertes que yo… Escudo es a todos los
que en él esperan” (2 Samuel 22:33, 17,
18, 31).
Cuando leemos las palabras de David en el Salmo 38, encontramos a este hombre
santo y justo al final de sí mismo. Él estaba abatido y desalentado, y su lucha
lo había debilitado de toda fuerza. Escucha su llanto turbado:
“Estoy agobiado, del todo abatido; todo el día ando
acongojado. Me siento débil, completamente deshecho; mi corazón gime
angustiado… Late mi corazón con violencia, las fuerzas me abandonan, hasta la
luz de mis ojos se apaga… Pero yo me hago el sordo, y no los escucho; me hago
el mudo, y no les respondo. Soy como los que no oyen ni pueden defenderse.” (Salmo 38:6, 8, 10, 13-14).
David expresó el llanto universal de las almas justas, que
soportan la prueba del desánimo: “Estoy por desfallecer; el dolor no me deja un
solo instante.” (Salmo 38:17). La
palabra “desfallecer” en hebreo significa “caer.” David le decía a Dios, “No
puedo, Señor. ¡Estoy por completo al final, y estoy por caer!”
Dios será siempre tierno con nosotros en nuestra condición indefensa.
¡Pero nunca debemos permitir que la
incredulidad penetre nuestro corazón!
Ve a tu habitación secreta ahora mismo, aún en tu estado
desalentado, y calla ante el Señor. Aunque no tengas las fuerzas suficientes
para hablar, lo puedes alcanzar en espíritu.
Jesús Pasó muchas noches en oración. Desde el principio de
su ministerio lo vemos seguir esta
práctica. En el momento más difícil de su vida mostró una serenidad y una paz
imperturbable y de allí se dirigió a Getsemaní.
Quedarse quieto y
orar no significa ser pasivo y aceptar sin más el destino. Quedarse quieto es
un acto de fe, es descansar en Dios, el fin de todas las preguntas, dudas y
esfuerzos inútiles.
En una vida de comunión así, Dios, que permanece invisible,
no se comunica con nosotros por fuerza con palabras humanas. Nos habla
especialmente a través de silenciosas intuiciones.
A propósito de la oración, San Agustín escribe: «Orar mucho, no es,
como algunos piensan, rezar con muchas palabras… Evitemos en la oración las
muchas palabras, y oremos mucho en el silencio del corazón. » El tipo de
oración de la que estoy hablando tiene que ver con la intimidad con Dios, de la
disposición de estar a solas con él. Jesús nos advirtió acerca de la hipocresía
en la oración. Él hizo una distinción
dramática entre los que buscan a Dios en el aposento secreto, y los que oran
para que puedan ser vistos por los demás como santos.
Jesús en vísperas de los grandes sucesos se entrega a un tiempo
prolongado de oración en comunión con el Padre. (Lc 6,12). Pero ninguno de los acontecimientos de su vida se puede
comparar con la oración en el Monte de los Olivos, pues en ese instante Jesús
siente real y verdadera tristeza, una tristeza infinita hasta sudar gotas de
sangre, pero sabemos por San Pablo que nuestro redentor tenía que ser probado
en todo menos en el pecado (Heb 4,15).
Existe una fuerza
interior que nos habita y está ahí para todos. Esta fuerza se llama Espíritu
Santo. Susurra en nuestros corazones: «Abandónate a Dios con total sencillez,
tu poca fe ya es suficiente.
¿Y quién es este Espíritu Santo? Es aquel que prometió Jesús
el Cristo en el Evangelio: «No os dejaré
nunca solos, por el Espíritu Santo estaré siempre con vosotros, Él os sostendrá
y consolará siempre».
Incluso cuando pensamos estar solos, el Espíritu Santo está
ahí. Su presencia es invisible, sin embargo, no nos deja jamás. Lo primero que
el Espíritu Santo hace a menudo en momentos de desaliento es traer a la memoria
las preciosas promesas de Jesús. Lo ha
hecho conmigo inundando mi alma con promesas de la Palabra de Dios. “Desde el
principio del mundo, ningún oído ha escuchado, ni ojo ha visto a un Dios como
tú, quien actúa a favor de los que esperan en él” (Isaías 64:4)
Cuando llega la prueba, el sufrimiento, la cruz, toda
nuestra existencia se rompe. Puede que la fe se tambalee, pero esa misma fe
puede ser apoyo desde el cual afrontar al modo de Jesús el misterio del dolor.
La Palabra de Dios
habla de los vencedores: "Porque todo aquello que es nacido de Dios vence
al mundo" (1 Juan 5:4). "El que venciere heredará todas las cosas, y
yo seré su Dios, y él será mi hijo" (Apocalipsis 21:7).
Los que se someten al
señorío de Cristo caminan en paz, sin miedo ni ansiedad. "vivir sin temor
alguno, libres de nuestros enemigos, para servirle con santidad y justicia, y
estar en su presencia toda nuestra vida... Porque nuestro Dios, en su gran
misericordia, nos trae de lo alto el sol de un nuevo día, para dar luz a los
que viven en la más profunda oscuridad, y dirigir nuestros pasos por el camino
de la paz."(Lucas 1:74-75,78-79).
José Carlos Enríquez Díaz
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