Fernando García, obispo de Mondoñedo-Ferrol:” Las vocaciones, a veces, solo las hemos limitado a la vocación sacerdotal y religiosa, y no hablamos de la vocación laical, familiar...”
El Espíritu sigue
soplando, aliviando cansancios, consolando desalientos, venciendo resistencias,
ablandando lo rígido, sanando lo herido.
Todos somos sacerdotes, todas y todos nacimos para serlo,
aunque algunos lo nieguen y digan que sólo los consagrados se merecen ese
tratamiento.
La Iglesia que fundó Jesús es el nuevo Pueblo de Dios: un
pueblo sacerdotal, profético y real. Jesucristo es Aquel a quien el Padre ha
ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido “Sacerdote, profeta y Rey”.
“Todo el pueblo de Dios participa de estas tres funciones y tiene las
responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas”, indica el catecismo (783)
El papa Francisco también nos ha advertido del peligro del
clericalismo.
Clerical es el
sacerdote encerrado en sí mismo, en sus propios horizontes, que no consulta,
que no da espacio a los demás, sobre todo a los laicos, ni les reconoce el
papel que tienen en la Iglesia.
Los sacerdotes clericales consideran que pueden dominar,
sobre todo a los pobres y a los ignorantes, y que pertenecen de alguna manera a
una casta, por lo que se atribuyen privilegios y poderes. El clericalismo daña
a los laicos porque les impide crecer como cristianos adultos y comprometidos,
pero también daña a los sacerdotes porque genera una distorsión en su misión.
La élite pensante
eclesial ha desconfiado mucho de la capacidad de los laicos y se ha conformado
pacíficamente con “la fe del carbonero”. ¿Qué hacemos con quienes de hecho no
tienen una formación suficiente, una capacidad adecuada de resistencia y de
respuesta?
Se cierran librerías religiosas con el pretexto de que no
son rentables. Algunos eclesiásticos han
caído en la trampa de la planificación y el mercado, aplicando a la iglesia
católica las formas del sistema.
No cabe duda que a algunas autoridades les resulta más simpático un súbdito pasivo y receptivo que uno que
interroga y creativo. Así, podemos escuchar predicaciones que parecen
correcciones y llamadas de atención, y no precisamente fraternas, como si la
misión de los sacerdotes fuera recriminar y amonestar en lugar de ilusionar y
animar a sus fieles. Esto también es fruto de un clericalismo que abunda mucho
en la Iglesia, como ha dicho el Papa. Hay sacerdotes que se sienten más dueños
que servidores: “ Aquí quien manda soy yo”. Sus homilías no son sino el reflejo
de esa autoridad trasnochada.
La gente está cansada de su trabajo de toda la semana y lo
que no quieren ni necesitan es que, encima, alguien les eche una bronca.
Adorarse a sí mismo es tarea placentera. Y en ésta, se ven
más los llamados “hombres públicos” que, como pasan la vida subidos a
plataformas, púlpitos y pedestales, tienen fácil tendencia a olvidar su altura;
pero esta clase de personas son las que se odian a sí mismos, son los no se
perdonan por no haber realizado sus sueños. Son personas decepcionadas de sí
mismas y convierten su decepción en amargura y mal café.
Quizás en nuestra
Iglesia necesitemos obispos como el colombiano Gerardo Valencia Cano. Este
obispo tenía en muy alto concepto al seglar: sabía que la grandeza del hombre
le viene de que es creación de Dios, de que fuimos hechos a su imagen y
semejanza y luego, después del pecado original, redimidos por Cristo, por el
bautismo, alcanzamos nuestra máxima grandeza de hijos de Dios e, incorporados
al cuerpo místico de Cristo, de copartícipes de su realeza y de su sacerdocio.
Para Monseñor Gerardo
Valencia Cano, la mujer es igual al hombre, por tanto es tan llamada al
apostolado y a la predicación del Evangelio, como el hombre.
Estoy de acuerdo con este hombre de Dios. El cristianismo tiene su origen en Jesús de
Nazaret, pero Jesús no fue sacerdote. Jesús fue un laico, que vivió y enseñó un
mensaje como laico. Jesús reunió un grupo de discípulos y nombró doce
apóstoles, pero aquel grupo estaba compuesto por hombres y mujeres que iban con
él de pueblo en pueblo (Lc 8,13 Mc 15,
40-41)
La iglesia vivió durante casi doscientos años sin
sacerdotes. La comunidad celebraba la eucaristía, pero nunca se dice que la
presidiera un “sacerdote” En las comunidades cristianas había responsables o
encargados de diversas tareas, pero no se los consideraba hombres especialmente
“sagrados” o consagrados.
Jesús fue laico, no sacerdote. No quiso reformar las instituciones sacrales antiguas, ni crear unas nuevas, sino potenciar los valores de la vida, partiendo de los excluidos, en línea de gratuidad, siendo asesinado por ello. Sus seguidores creyeron en él y fundaron comunidades para mantener su memoria, centrada en el mensaje de Reino, del perdón y del pan compartido. Él retomó los aspectos básicos de la experiencia israelita, en línea profética y social, y no desde la sacralidad de los sacerdotes, a quienes en principio ignoraba. No se atribuyó títulos de honor, pues títulos y honores los tenían otros (sacerdotes y rabinos, presbíteros, pontífices y obispos-inspectores), sino que actuó como un simple ser humano (hijo de hombre), sin tareas oficiales, ordenaciones jurídicas, ni documentaciones acreditativas. No necesitó poderes, ni edificios propios, ni funcionarios a sueldo, sino que «proclamó» la llegada del Reino de Dios, sin instituciones especializadas. ¡A Jesús le condenaron los sacerdotes, que se sintieron amenazados por su propuesta!
La afirmación reformada del sacerdocio universal de todos
los fieles (1 Pedro 2:9; Apoc 1:6; 5:10) impulsa, lógicamente, un proceso de
progresiva democratización dentro de la Iglesia y, por consiguiente, dentro del
mundo moderno.
El pastor ha de ir
por delante de la grey, pero no tanto con la autoridad vivida como poder, sino
vivida como servicio gratuito, respetuoso y humilde. Así lo hizo el Señor Jesús
que vino, no a ser servido, sino a servir.
Hoy día, tanto en círculos católicos como protestantes, se
reconocen los carismas de todos los fieles y se cuestiona constantemente el
clericalismo. El poder mundano no atrae a nadie.
La prueba la tenemos
en la cruz de Cristo, que ejerce un poder infinitamente mayor que el poder
mundano. Jesús, desde la cruz, nos atrae. Me vienen a la mente aquellas
palabras del Magnificat: “Su abrazo intervendrá con fuerza, desbarata los
planes de los arrogantes, derriba del trono a los poderosos y exalta a los
humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide
vacíos”.
¿Qué pasaría si se
acabaran los sacerdotes en la Iglesia? Simplemente que la Iglesia
recuperaría, en la práctica, el modelo original que Jesús quiso. Lo que pasaría, por tanto, es que la
Iglesia sería más auténtica. Una Iglesia más presente en el pueblo y entre
los ciudadanos. Una Iglesia sin clero,
sin funcionarios, sin dignidades que dividen y separan. Sólo así
retomaríamos el camino que siguió el movimiento de Jesús; un movimiento
profético, carismático, secular.
No olvidemos tampoco
que en la parábola del buen samaritano, el texto condena al sacerdote que
consideró más importante seguir hacia su ritual que el pararse y mancharse las
manos con el herido, apaleado y dejado tirado al lado del camino.
Cuando dejamos todo esto de lado y no encarnamos el
evangelio en nuestras vidas, sino que más bien nos dedicamos a defender la
ideología o ideologías que satisfacen nuestras maneras de pensar, deberíamos
plantearnos si realmente estamos sirviendo a Dios o al dinero.
Evangelio es el encuentro y la permanencia con Jesús; esto
es lo que escuchamos algunas veces en las homilías, pero no cala, porque las
normas se anteponen muchas veces: esto está prohibido, esto no es lo que piensa
la Iglesia… La norma cuando se antepone a la persona criminaliza a la persona,
la hace culpable, excluida.
José Carlos Enríquez Díaz.
El evangélio és esto
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