De burras a carrozas: la Iglesia que se aleja del pueblo mientras defiende lo indefendible
De burras a carrozas: la Iglesia que se aleja del pueblo
mientras defiende lo indefendible
El comentario que he recibido en defensa de un acto solemne
como la presentación de cartas credenciales del Nuncio, basado en tradiciones
cortesanas del siglo XVI, refleja de manera casi dolorosa la desconexión que
una parte de la Iglesia sigue manteniendo con la realidad y con el Evangelio
que dice representar. Al presentar la carroza como una exigencia de
protocolo, se intenta justificar lo que no debería necesitar explicación alguna
en una institución que se proclama heredera de Jesús de Nazaret, el mismo que
entró humildemente a Jerusalén montado en un borrico y que predicó la sencillez
como virtud.
Es cierto que las tradiciones diplomáticas pueden ser
ricas en historia y simbolismo, pero ¿a qué precio se perpetúan estas
ostentaciones? La defensa de estas prácticas como una obligación casi
ineludible, cargada de pompa y boato, esconde una realidad más cruda: la
Iglesia, en muchos de sus gestos públicos, parece más preocupada por mantener
su estatus y su influencia social que por ser fiel al ejemplo de Cristo. Jesús
no desfiló en carrozas. Su mensaje era de cercanía, de humildad, de servicio al
prójimo. La imagen del Nuncio en una carroza dorada genera un contraste
hiriente con el dolor y las injusticias que una parte de la institución sigue
causando, como en los casos de desahucios impulsados bajo la autoridad del
obispo Zornoza. Este tipo de contradicciones no son ataques "desde
fuera", como insinúa el comentario recibido, sino signos claros de la
profunda crisis de coherencia moral que atraviesa la Iglesia.
La justificación del boato: un problema de prioridades
No se puede ignorar que, bajo el mandato de Zornoza, según
múltiples denuncias, se han producido desahucios de familias en situación de
vulnerabilidad, incluso de personas mayores y con enfermedades graves. Mientras
estas historias de sufrimiento real se suceden, el acto de presentarse en una
carroza dorada, aunque se justifique como un protocolo ajeno al Nuncio,
transmite un mensaje de insensibilidad y desconexión. La Iglesia tiene el deber
moral de optar por gestos que conecten con los más vulnerables, no con las
élites ni con tradiciones que solo perpetúan su imagen de poder terrenal.
Un ataque al Evangelio desde dentro
La contradicción entre la pompa de los actos diplomáticos de
la Iglesia y el mensaje de Cristo no es un invento de quienes critican a la
institución. Es una realidad que salta a la vista. Cuando Jesús dijo a sus
discípulos "no os hagáis llamar maestro, porque uno solo es vuestro Maestro,
y vosotros sois todos hermanos" (Mt 23,8), estaba señalando una
ruta clara hacia la igualdad y la humildad. Esa ruta parece haberse perdido en
el laberinto de intereses y privilegios acumulados durante siglos.
Defender la carroza del Nuncio con argumentos históricos
puede tener cierta lógica para quien prioriza la tradición sobre el Evangelio,
pero resulta un ejercicio vacío para quienes esperan que la Iglesia sea un
ejemplo de justicia y compromiso con los más desfavorecidos. No es un ataque
desconocer el ceremonial borgoñón; el verdadero ataque es traicionar el mensaje
de Jesús con gestos que ensalzan el poder y el lujo mientras se desatienden las
necesidades de quienes sufren. La figura de un representante de la Iglesia
montado en una carroza dorada, en pleno siglo XXI, no puede desvincularse de la
realidad de una institución que, en demasiadas ocasiones, ha preferido proteger
sus bienes materiales antes que a las personas que necesitan apoyo.
Zornoza y el daño irreparable
El daño causado por el obispo Zornoza es una herida abierta
para la Iglesia, y no solo por los desahucios, sino también por el modelo de
liderazgo que representa: autoritario, insensible y alejado del espíritu
pastoral. Los múltiples testimonios de familias afectadas por desahucios
promovidos bajo su autoridad son una vergüenza que no puede maquillarse con
referencias a tradiciones de siglos pasados. Las críticas no provienen solo de
"ataques externos", como insiste el comentario que defiendes, sino
también de voces dentro de la propia Iglesia, de creyentes que se sienten
traicionados por una jerarquía que parece más preocupada por mantener su imagen
que por ser fiel al Evangelio.
La figura de Jesús entrando en Jerusalén sobre un borrico
contrasta profundamente con las imágenes de pompa y boato que ciertos sectores
de la Iglesia defienden como si fueran necesarias. Esa elección humilde de
Cristo no fue casual: fue una declaración de intenciones, una renuncia
explícita a los símbolos de poder terrenal. Definir a Jesús como
"rey" no significaba otorgarle títulos ni ostentaciones, sino
reconocer su autoridad moral, basada en el amor, la justicia y la compasión.
El daño causado por Zornoza no es solo material, sino también espiritual: es el
daño de una Iglesia que, en demasiados casos, da la espalda a su propia
esencia.
Conclusión
En lugar de justificar tradiciones que perpetúan el lujo
y la ostentación, la Iglesia debería replantearse sus prioridades. Cada gesto
importa, y cada acción comunica un mensaje. ¿Qué mensaje se envía cuando un
representante de la Iglesia desfiló en una carroza dorada mientras, bajo la
misma institución, se desahucia a personas en situación de vulnerabilidad? El
comentario que defiende estos actos como parte de un protocolo no solo minimiza
esta contradicción, sino que también desvela un problema mucho más profundo:
una desconexión preocupante con el ejemplo de Cristo. La Iglesia no necesita
más carrozas. Necesita recuperar el borrico.
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